¿Quieres reaccionar a este mensaje? Regístrate en el foro con unos pocos clics o inicia sesión para continuar.

UN LUGAR PARA COMPARTIR TUS INQUIETUDES, PROBLEMAS, DUDAS, CONSEJOS, TEMAS DE ACTUALIDAD, BELLEZA, MODA, SALUD, SUPERACIÓN PERSONAL Y AYUDA MUTUA.


No estás conectado. Conéctate o registrate

Una Navidad diferente(PARTE 8)

Ir abajo  Mensaje [Página 1 de 1.]

1Una Navidad diferente(PARTE 8) Empty Una Navidad diferente(PARTE 8) Lun 20 Dic 2010, 14:17

CRISALIDA

CRISALIDA
COLABORADOR ESPECIAL.
COLABORADOR ESPECIAL.


John Grisham -Una Navidad diferente(PARTE 8)

La rutina matinal de Luther no había cambiado en los dieciocho años que llevaba viviendo en Hemlock. Se levantaba a las seis, se ponía la bata y se calzaba las zapatillas, se preparaba el café, salía por la puerta del garaje y bajaba por el camino de la entrada hasta el lugar donde Milton, el chico de los diarios, le había dejado el ‘Gazette’ una hora antes.Luther podía contar los pasos que daba desde la cafetera hasta el periódico, sabiendo que la diferencia sólo podría ser de dos o tres.
Al volver a entrar en la casa, una taza de café con un chorrito de crema de leche, la sección de deportes, el área metropolitana, las páginas económicas y, siempre al final, las noticias nacionales e internacionales. A medio leer las esquelas, le llevaba a su querida esposa una taza de café, cada día la misma taza de color lavanda, con dos azucarillos.
A la mañana siguiente de la fiesta de villancicos en el césped de su jardín, Luther bajó medio dormido por el camino de la entrada y, cuando estaba a punto de recoger el ‘Gazette’, vio por el rabillo del ojo toda una serie de vivos colores. Había una pancarta en el centro de su césped. ‘Liberad a Frosty’, proclamaba aquella cosa en audaces letras negras. Era un póster de color blanco con verdes y rojos alrededor y un dibujo de Frosty encadenado en algún lugar de la buhardilla, sin duda la buhardilla de los Krank. O era un dibujo muy malo de un adulto con demasiado tiempo que perder o bien un dibujo bastante bueno de un niño con una mamá mirando por encima de su hombro.
Luther intuyó de repente que unos ojos lo estaban mirando, montones de ojos, por lo que se colocó con aire ausente el ‘Gazette’ bajo el brazo y regresó tranquilamente a la casa como si no hubiera visto nada. Soltó un gruñido mientras se llenaba la taza de café y se le escapó una maldición por lo bajo mientras se acomodaba en su silla.
No pudo disfrutar de los deportes ni del área metropolitana, y ni siquiera las esquelas consiguieron despertar su interés. Después comprendió que no convenía que Nora viera el letrero. Se preocuparía mucho más que él.
A cada nuevo ataque que recibía su derecho a hacer lo que le diera la gana, aumentaba la decisión de Luther de saltarse la Navidad.
Pero estaba preocupado por Nora.Él no se vendría abajo jamás, pero temía que ella sí lo hiciera. En caso de que creyera que los niños del barrio estaban protestando, puede que no pudiera resistirlo.
Actuó con rapidez, pasando furtivamente a través del garaje, dobló la esquina, levantando mucho los pies para cruzar el césped porque la hierba estaba mojada y prácticamente helada, arrancó la pancarta del suelo y la guardó en el cuarto de planchar, donde ya se encargaría de librarse de ella más tarde.
Le llevó a Nora su café y volvió a sentarse junto a la mesa de la cocina, donde trató infructuosamente de concentrarse en el ‘Gazette’. Pero estaba furioso y tenía los pies helados.Se dirigió al trabajo en su automóvil.
En cierta ocasión había propuesto cerrar el despacho desde mediados de diciembre hasta el primero de enero. De todos modos, nadie trabaja, había argumentado con gran brillantez en el transcurso de una reunión de la firma. Las secretarias tenían que efectuar compras y salían a almorzar más temprano que de costumbre, regresaban tarde y después salían una hora antes para hacer recados. Mejor dejar simplemente que todo el mundo se tomara las vacaciones en diciembre, había dicho enérgicamente.
Una especie de semana de descanso, pagada, naturalmente. De todos modos, la facturación era muy baja, explicó, echando mano de toda suerte de tablas y gráficos para demostrar su aseveración. Sus clientes no estaban en sus despachos, por consiguiente no se podía cerrar ninguna operación hasta la primera semana de enero. Wiley & Beck se podría ahorrar unos cuantos dólares evitando la cena de Navidad y la fiesta del despacho. Incluso mostró un artículo de ‘The Wall Street Journal’ acerca de una gran empresa de Seattle que había adoptado semejante política con extraordinarios resultados, o eso por lo menos decía el ‘Journal’.
Su exposición había sido espléndida. La firma votó en contra por once a dos y él se pasó un mes furioso. Sólo Yank Slader se había puesto de su parte.
Luther pasó otra mañana desarrollando mecánicamente sus tareas, pero con la mente puesta en el concierto de la víspera junto a su parterre de enebros y en la pancarta de protesta de su jardín. Le gustaba la vida en Hemlock, se llevaba bien con todos los vecinos, incluso con Walt Scheel, y ahora se sentía incómodo por el hecho de haberse convertido en el blanco de sus iras.
Biff, la de la agencia de viajes, modificó su estado de ánimo cuando entró más fresca que una rosa en su despacho sin apenas llamar a la puerta –Dox, su secretaria, estaba ocupada con unos catálogos– y le entregó los billetes del crucero junto con un impresionante itinerario y un folleto puesto al día del ‘Island Princess’.
Desapareció en cuestión de unos segundos tras una visita demasiado corta para el gusto de Luther, quien, al admirar su figura y su bronceado, no pudo por menos de soñar con los incontables tangas en los que muy pronto podría deleitarse. Cerró la puerta de su despacho y no tardó en perderse en las azules aguas del Caribe.
Por tercera vez aquella semana salió subrepticiamente poco antes del almuerzo y se dirigió a toda prisa al centro comercial. Aparcó lo más lejos que pudo porque necesitaba el paseo, ahora que había adelgazado cuatro kilos y se sentía en plena forma, y entró en Sears con otros cien compradores de la hora del almuerzo. Sólo que él había acudido allí para echar una siesta.
Oculto detrás de unas gruesas gafas de sol, entró en el Siempre Morenos de la planta superior.
Daisy, la de la piel cobriza, había sido relevada por Daniella, una pálida pelirroja cuyas constantes sesiones de bronceado sólo habían servido para que sus pecas aumentaran y se extendieran. Le taladró la tarjeta, le asignó la cabina dos y, con toda la sabiduría de una experta dermatóloga, le dijo:—Creo que hoy te bastará con veinticinco minutos, Luther.
Era por lo menos treinta años menor que él, pero no tenía el menor problema en llamarle simplemente Luther. Trabajaba en un empleo temporal a cambio del salario mínimo y jamás se le había pasado por la cabeza la idea de que quizá debería llamarle señor Krank.
¿Por qué no veintiséis minutos?, le hubiera querido replicar. ¿O veinticuatro? Murmuró algo volviéndose a mirarla por encima del hombro y se dirigió a la cabina dos.
La Esterilla Bronceadora FX–2000 estaba fría al tacto, buena señal, pues Luther no soportaba la idea de deslizarse en el interior de aquel trasto inmediatamente después de que otra persona lo hubiera abandonado. La roció rápidamente con Windex, frotó enérgicamente, volvió a comprobar que la puerta estuviera cerrada, se desnudó como si alguien pudiera verle y se introdujo con sumo cuidado en el lecho bronceador.
Se estiró y cambió de posición hasta sentirse lo más cómodo posible y luego bajó la tapa superior, pulsó el botón de puesta en marcha y empezó a asarse. Nora había estado allí un par de veces y no sabía muy bien si volvería a hacerlo, pues hacia la mitad de su última sesión, alguien había accionado el tirador de la puerta y le había pegado un susto de muerte. Balbució algo, no recordaba exactamente qué a causa del terror del momento, y al incorporarse instintivamente se había golpeado la cabeza con la parte superior de la esterilla bronceadora.
Luther había sido considerado culpable de lo ocurrido. Y el hecho de reírse no le había sido demasiado beneficioso precisamente.
No tardó en dejarse llevar por sus pensamientos hacia el ‘Island Princess’ con sus seis piscinas y todos aquellos morenos cuerpos en plena forma tumbados a su alrededor, hacia las playas de blanca arena de Jamaica y Gran Caimán, hacia las cálidas y tranquilas aguas del Caribe.
Un timbre lo sobresaltó. Sus veinticinco minutos habían terminado. Después de cuatro sesiones, Luther estaba empezando a observar una cierta mejora en el desvencijado espejo de pared. Era sólo cuestión de tiempo que alguien del despacho le hiciera un comentario acerca de su bronceado. Todos se morían de envidia.
Mientras regresaba precipitadamente al trabajo, con la piel todavía caliente y el vientre todavía más plano tras haberse saltado otra comida, empezó a caer aguanieve.
Luther se sorprendió al ver que temía regresar a casa. Todo fue bien hasta que dobló la esquina de Hemlock. Becker, el de la puerta de al lado, estaba añadiendo más lucecitas a sus arbustos y, para fastidiar, había intensificado la iluminación del extremo de su jardín que lindaba con el garaje de Luther.
Trogdon había colocado tantas bombillitas que no se podía saber si había añadido unas cuantas más, pero Luther sospechaba que sí.
En la otra acera, en la casa colindante con la de Trogdon, Walt Scheel colocaba cada día más adornos.
Y ahora, en la casa de al lado, al este de la de Luther, Swade Kerr se había dejado arrebatar súbitamente por el espíritu de la Navidad y estaba colocando alrededor
de sus escuálidos arbustos de boj toda una serie de lucecitas intermitentes de color rojo y verde. Los Kerr impartían enseñanza a su numerosa prole en el propio domicilio, y la solían mantener encerrada en el sótano. Se negaban a votar, practicaban el yoga, comían exclusivamente alimentos vegetarianos, calzaban sandalias con gruesos calcetines en invierno y afirmaban ser ateos. Una gente muy rara, pero no eran malos vecinos.
Shirley, la mujer de Swade, tenía un aristocrático apellido compuesto y era propietaria de fondos fiduciarios.
—Me tienen rodeado –musitó Luther para sus adentros mientras aparcaba en su garaje, se dirigía corriendo a la casa y cerraba la puerta a su espalda.
—Fíjate en eso –dijo Nora frunciendo el entrecejo y, tras darle un beso en la mejilla, le hizo la pregunta de rigor–: ¿Qué tal día has tenido?
Dos sobres de color pastel, lo más obvio. —¿Qué es? –preguntó él en tono cortante.
Lo que menos le apetecía ver a Luther eran felicitaciones navideñas con sus ridículos e hipócritas mensajes. Lo que él quería era cenar; aquella noche lo haría a base de pescado al horno y verduras al vapor.
Extrajo las dos tarjetas de los sobres, cada una de ellas con el dibujo de un Frosty. No había firma. Ni dirección del remitente. Felicitaciones navideñas anónimas.—Muy gracioso –dijo, arrojándolas sobre la mesa.
—Pensé que te gustarían. Llevan matasellos del centro de la ciudad.
—Seguro que ha sido Frohmeyer –dijo Luther, quitándose la corbata de un tirón–. Le encanta gastar bromas pesadas.
Mediada la cena, llamaron al timbre de la puerta. Luther hubiera podido limpiar el plato en dos bocados, pero Nora le predicaba siempre las virtudes del comer despacio. Aún estaba hambriento cuando se levantó, preguntándose en voz baja quién podría ser a aquella hora.
El bombero se llamaba Kistler y el auxiliar sanitario se llamaba Kendall, ambos eran jóvenes y esbeltos, ambos estaban en plena forma debido a las incontables horas que se pasaban haciendo ejercicio en la comisaría, sin duda a expensas del contribuyente, pensó Luther mientras los invitaba a entrar pero sin apenas permitirles cruzar el umbral. Otro ritual anual, otro ejemplo perfecto de lo que no le gustaba de la Navidad.
El uniforme de Kistler era de color azul y el de Kendall de color aceituna. Ninguno de los colores hacía juego con los gorros de Papá Noel que ambos se habían puesto, pero, en realidad, ¿qué más daba? Los gorros eran divertidos y tenían su gracia, pero Luther no sonrió.
El auxiliar sanitario sostenía la bolsa de papel junto a su pierna.
—Este año volvemos a vender tartas de fruta, señor Krank –estaba diciendo Kistler–. Lo hacemos todos los años.
—Nuestra meta es llegar a los nueve mil dólares.—El año pasado conseguimos algo más de ocho.—La víspera de Navidad repartiremos juguetes entre seiscientos niños.—Es un proyecto impresionante.
Hacia delante y hacia atrás, hacia delante y hacia atrás. Un equipo de ataque muy bien entrenado.
—Tendría usted que verles la cara.—Yo no me lo perdería por nada del mundo.—En cualquier caso, tenemos que reunir el dinero, y muy rápido, por cierto.
—Aquí tenemos a nuestros viejos aliados de siempre, las Tartas de Fruta de Mabel –dijo Kendall alargando la bolsa hacia Luther por si éste quisiera tomarla y echar un vistazo dentro.—Mundialmente famosas.
—Las hacen en Hermansburg, Indiana, la sede de Mabel's Bakery.
—Media ciudad trabaja allí. Sólo elaboran tartas de fruta.
«Pobre gente», pensó Luther.
—Tienen una receta secreta y sólo utilizan ingredientes de primerísima calidad.
—Y hacen las mejores tartas de fruta del mundo.
Luther no soportaba las tartas de fruta. Los dátiles, los higos, las ciruelas, las nueces, los trocitos de coloreados frutos secos confitados.
—Ya llevan ochenta años haciéndolas.
—La tarta más vendida del país. Seis toneladas el año pasado.
Luther permanecía absolutamente inmóvil sin ceder ni un palmo de terreno, mirando rápidamente hacia delante y hacia atrás, hacia delante y hacia atrás.—Sin sustancias químicas ni aditivos.
—Sí, no sé cómo consiguen conservarlas tan frescas.
Con sustancias químicas y aditivos, hubiera querido decir Luther. Un ramalazo de hambre lo golpeó con toda su fuerza. Poco faltó para que se le doblaran las rodillas y su cara de palo hiciera una mueca. Desde hacía dos semanas, su sentido del olfato se había agudizado, sin duda un efecto secundario del severo régimen que estaba siguiendo. Puede que percibiera una vaharada de las estupendas tartas de Mabel, no estuvo seguro, pero un anhelo irreprimible se apoderó de él. De pronto, experimentó el deseo de comer algo. De pronto, experimentó el impulso de arrebatarle la bolsa a Kendall, desgarrar un paquete y ponerse a devorar una tarta de fruta. Pero se le pasó. Apretando las mandíbulas, Luther resistió y después se relajó.
Kistler y Kendall estaban tan ocupados soltando su rollo habitual que ni siquiera se dieron cuenta.—Sólo nos sirven una cantidad determinada.
—Tenemos suerte de que nos vendan novecientas. A nueve dólares cada una, ya tenemos los nueve mil que necesitamos para los juguetes.
—El año pasado nos compró cinco, señor Krank.—¿Podría volverlo a hacer?
Sí, el año pasado compré cinco, recordó Luther ahora. Tres las llevé al despacho y las deposité en secreto sobre los escritorios de tres compañeros. Al término de la semana, habían pasado tanto de mesa en mesa que los paquetes estaban deteriorados. Dox los arrojó a la papelera cuando cerraron la víspera de Navidad.
Nora regaló las otras dos a su peluquera, una señora de ciento cincuenta kilos que las coleccionaba por docenas y se pasaba hasta el mes de julio comiendo tartas de fruta.—No –dijo Luther finalmente–. Este año no compro.
El equipo de ataque guardó silencio. Kistler miró a Kendall y Kendall miró a Kistler.—¿Cómo dice?
—No quiero ninguna tarta de fruta este año.
—¿Cinco le parecen demasiado? –preguntó Kistler.
—Una me parece demasiado –replicó Luther, cruzando lentamente los brazos sobre el pecho.
—¿Ninguna? –preguntó Kendall, sin dar crédito a sus oídos.—Cero –contestó Luther.Adoptaron la expresión más triste posible.
—¿Siguen organizando aquel torneo de pesca del Cuatro de Julio para niños discapacitados? –preguntó Luther.—Todos los años –contestó Kistler.—Estupendo. Vuelvan en verano y les entregaré cien dólares para el torneo de pesca.—Gracias –consiguió musitar Kistler con un hilillo de voz.
Luther tuvo que efectuar unos cuantos embarazosos movimientos para conseguir que salieran. Después regresó a la mesa de la cocina, donde todo había desaparecido: Nora, su plato con los últimos dos bocados de pescado al vapor, su vaso de agua y su servilleta. Todo.
Furioso, se dirigió a la despensa, donde encontró un tarro de mantequilla de cacahuetes y unas galletitas saladas un poco rancias.





Volver arriba  Mensaje [Página 1 de 1.]

Permisos de este foro:
No puedes responder a temas en este foro.