BUENO CHICAS AQUI SIGO TRAYENDO OTRA PARTECITA DEL CUENTO
John Grisham- Una Navidad diferente (PARTE 3)
Aunque el plan había sido de Luther, Nora fue la primera en ser puesta a prueba. La llamada se produjo el viernes por la mañana, al día siguiente del Día de Acción de Gracias, y la hizo un sujeto un tanto quisquilloso que no le resultaba demasiado simpático.
Se llamaba Aubie y era el propietario de La Semilla de Mostaza, una pretenciosa y pequeña papelería con un nombre un poco tonto y unos precios exorbitantes.
Después de los saludos de rigor, Aubie fue directamente al grano.
—Estoy un poco preocupado por sus tarjetas navideñas, señora Krank –dijo, adoptando un aire de profunda inquietud.
—¿Y por qué está preocupado? –le preguntó Nora.
No le gustaba ser acosada por un tendero malhumorado que apenas le dirigía la palabra el resto del año.
—Bueno pues, porque usted siempre elige las felicitaciones más bonitas, señora Krank, y tenemos que hacer los pedidos ahora. No se le daban muy bien las adulaciones. A todos los clientes les soltaba la misma frase.
Según la auditoría de Luther, La Semilla de Mostaza les había cobrado la Navidad anterior trescientos dieciocho dólares en concepto de felicitaciones navideñas, cosa que en aquellos momentos resultaba un poco grotesca. No era una suma muy elevada, pero ¿qué recibían ellos a cambio? Luther se negaba a ayudar a escribir las direcciones y pegar los sellos y se ponía hecho una furia cada vez que Nora le preguntaba si habían de añadir o borrar de la lista a Fulano de Tal. Incluso se negaba a echar un vistazo a todas las felicitaciones que recibían y Nora no tenía más remedio que reconocer que el hecho de recibirlas cada vez le deparaba menos satisfacciones.
Por consiguiente, se mantuvo firme y dijo:
—Este año no vamos a hacer ningún pedido de felicitaciones navideñas.
Casi le pareció oír los aplausos de Luther.
—¿Qué ha dicho?
—Ya me ha oído.
—¿Le puedo preguntar por qué no?
—Por supuesto que no.
A lo cual Aubie no tuvo ninguna respuesta que ofrecer. Balbució algo y después colgó. Por un instante, Nora se llenó de orgullo. Sin embargo, titubeó al pensar en las preguntas que le harían. Su hermana, la esposa del clérigo, los amigos de la junta de alfabetización, su tía la de la aldea de jubilados..., todos preguntarían en determinado momento qué había ocurrido con sus felicitaciones navideñas. ¿Perdidas en el correo? ¿Falta de tiempo? No. Ella les diría la verdad.
Nada de felicitaciones navideñas este año, Blair se ha ido y nosotros nos vamos de crucero. Y, si tanto habéis echado de menos las felicitaciones, el año que viene os envío dos.
Animada por otra taza de café, Nora se preguntó cuántas personas de su lista llegarían a darse cuenta tan siquiera. Cada año recibía unas cuantas docenas, un número cada vez menor, lo reconocía, y no llevaba la cuenta de quién se tomaba la molestia de felicitarles y quién no. En medio del torbellino navideño, ¿quién tenía tiempo para preocuparse por una tarjeta que no llegaba? Lo cual le hizo recordar otra de las quejas preferidas de Luther contra las fiestas: los acaparamientos para emergencias. Nora adquiría unas cuantas provisiones más para poder responder de inmediato a una felicitación inesperada. Cada año recibían dos o tres tarjetas de perfectos desconocidos y de gente que anteriormente jamás se las había enviado y, en cuestión de veinticuatro horas, ella enviaba rápidamente una felicitación de los Krank, siempre con su habitual nota manuscrita de saludo y deseos de paz. Estaba claro que todo aquello era una bobada. Llegó a la conclusión de que no echaría de menos en absoluto todo el ritual de las felicitaciones navideñas. No echaría de menos el aburrimiento de escribir todos aquellos mensajitos y todas aquellas direcciones en unos ciento y pico de sobres, echarlo todo al correo y preocuparse por la posibilidad de haber olvidado a alguien. No echaría de menos la cantidad de correspondencia que se añadía a la habitual, la apresurada apertura de los sobres y las estereotipadas felicitaciones de personas tan agobiadas como ella.
Una vez liberada de las felicitaciones navideñas, Nora llamó a Luther para que éste la animara un poco. Luther se encontraba sentado detrás de su escritorio, tal como siempre ocurría el viernes posterior al Día de Acción de Gracias. Los ejecutivos más destacados de Wiley & Beck tenían que estar allí. Ella le refirió su conversación con Aubie.
—Ese miserable gusano –murmuró Luther–. Felicidades –le dijo cuando ella terminó.
—No me ha costado nada –presumió ella.
—Piensa en todas aquellas playas que nos esperan allí abajo, querida.
—¿Qué has comido? –le preguntó ella.
—Nada. Sigo con las trescientas calorías.
—Yo también.
Cuando colgó, Luther regresó a la tarea que tenía entre manos. No estaba devorando números ni bregando con las disposiciones de Hacienda como de costumbre, sino redactando una carta a sus compañeros. Su primera carta navideña.
En ella explicaba cuidadosa y hábilmente al despacho por qué razón no participaría en los rituales de las fiestas y, a su vez, agradecería que todos los demás le dejaran en paz. No compraría ningún regalo ni aceptaría ninguno. Pero gracias de todos modos. No asistiría a la cena navideña de gala de la empresa y tampoco estaría presente en la orgía de borracheras que llamaban la fiesta del despacho. No quería el coñac ni el jamón que ciertos clientes enviaban cada año a todos los ejecutivos. No estaba enfadado y no respondería con un «¡Gracias, igualmente!« a cualquiera que le deseara felices fiestas. Se iba a saltar simplemente las Navidades. Y, en su lugar, se iría de crucero.
Dedicó buena parte de la tranquila mañana a la carta y él mismo la introdujo en el ordenador. El lunes dejaría una copia en todos los escritorios de Wiley & Beck.
Comprendieron el verdadero alcance de su plan tres días más tarde, poco después de cenar. Era totalmente posible disfrutar de la Navidad sin felicitaciones, sin fiestas y sin banquetes, sin regalos innecesarios y sin toda la serie de cosas que, por alguna extraña razón, se asociaban con el nacimiento de Cristo. Pero ¿cómo se podían celebrar debidamente las fiestas sin un árbol? Si prescindieran del árbol, Luther sabía que era muy probable que consiguieran su propósito.
Estaban quitando la mesa, a pesar de que apenas había nada que quitar. Un poco de pollo asado y requesón les permitía perder peso fácilmente, pero Luther aún estaba hambriento cuando llamaron al timbre de la puerta.
—Voy yo –dijo.
A través de la ventana anterior del estudio vio el remolque en la calle y comprendió de inmediato que los siguientes quince minutos no iban a ser muy placenteros. Abrió la puerta y se encontró con tres sonrientes rostros: dos chicos impecablemente vestidos con el uniforme y todas las insignias de los ‘boy scouts’ y, detrás de ellos, el señor Scanlon, el jefe de sección permanente de los ‘boy scouts’ del barrio. Él también lucía el uniforme.
—Buenas noches –les dijo Luther a los chicos.
—Hola, señor Krank. Soy Randy Bogan –dijo el más alto de los dos–. Este año volvemos a dedicarnos a la venta de árboles navideños.
—Tenemos el suyo en el remolque del camión –dijo el más bajo.
—El año pasado se quedó usted con un abeto azul de Canadá –terció el señor Scanlon.
La mirada de Luther se perdió más allá del lugar que ellos ocupaban, hacia el remolque de plataforma plana, cubierta con dos pulcras hileras de árboles. Un pequeño ejército de chicos los estaba descargando y transportando a las casas de los vecinos de Luther.
—¿Cuánto? –preguntó Luther.
—Noventa dólares –contestó Randy–. Hemos tenido que subir un poco el precio porque nuestro proveedor también lo ha subido. Ochenta el año pasado, estuvo casi a punto de decir Luther, pero se contuvo. Nora apareció como por arte de ensalmo y, de repente, apoyó la barbilla en suhombro.
—Son tan encantadores –le dijo en un susurro.
¿Los chicos o los árboles?, estuvo casi a punto de preguntar Luther. ¿Por qué no se quedaba en la cocina y le dejaba resolver aquel asunto por su cuenta?
Con una enorme y falsa sonrisa, Luther les dijo:
—Lo siento, pero este año no vamos a comprar ninguno.
Rostros inexpresivos. Rostros desconcertados. Rostros tristes.
Un gemido por encima de su hombro cuando el dolor alcanzó a Nora.
Contemplando a los chicos mientras percibía la respiración de su esposa sobre el cuello, Luther Krank comprendió que aquél era el momento crucial. Como fallara, se abrirían todas las compuertas. Comprar un árbol y después adornarlo y después comprender que ningún árbol parece completo sin un montón de regalos amontonados debajo de él. «Mantente firme, muchacho», se dijo Luther en tono apremiante mientras su mujer murmuraba:
—Oh, Dios mío.
—Cállate –le dijo él con disimulo.
Los chicos miraron al señor Krank como si éste les hubiera arrebatado las últimas monedas que guardaban en los bolsillos.
—Disculpe que hayamos tenido que subir el precio –dijo apenado Randy.
—Ganamos menos que el año pasado por cada árbol –añadió el señor Scanlon en tono esperanzado.
—No es por el precio, chicos –dijo Luther con otra falsa sonrisa en los labios–. Este año nos vamos a saltar la Navidad. Estaremos ausentes de la ciudad. No necesitaremos un árbol. Pero gracias de todos modos.
Los chicos se empezaron a mirar los zapatos tal como suelen hacer los chicos que se sienten dolidos, y el señor Scanlon puso cara de pena. Nora volvió a soltar un compasivo gemido y a Luther, a punto de ceder al pánico, se le ocurrió una brillante idea.
—¿Vosotros no vais cada año al Oeste, allá por el mes de agosto, a Nuevo México, para una especie de gran asamblea, si no recuerdo mal lo que dice el folleto?
Los pilló desprevenidos y los tres asintieron despacio con la cabeza.
—Muy bien pues, os propongo un trato. Yo paso del árbol, pero vosotros regresáis en verano y yo os entregaré cien dólares para vuestro viaje.
—Gracias –consiguió decir Randy, pero sólo porque se sintió obligado a hacerlo.
De repente, experimentaban el imperioso deseo de largarse cuanto antes de allí.
Luther cerró lentamente la puerta a su espalda y esperó.
Ellos se quedaron un momento en los peldaños de la entrada y después se alejaron por el camino particular de la casa, volviendo la cabeza para mirar hacia atrás.
Cuando llegaron al camión, le comunicaron la extraña noticia a otro adulto vestido de uniforme. Otros la oyeron y, poco después, cesó la actividad alrededor del camión mientras los chicos y sus jefes se reunían al final del camino particular de los Krank y contemplaban la casa como si hubieran visto unos alienígenas en el tejado.
Luther se agachó y atisbó por detrás de las cortinas descorridas.
—¿Qué están haciendo? –preguntó Nora en un susurro a su espalda, también agachada.
—Simplemente mirando, creo.
—A lo mejor, se lo hubiéramos tenido que comprar.
—No.
—No hace falta adornarlo, ¿sabes?
—Silencio.
—Lo tendríamos en el patio de atrás.
—Cállate, Nora. ¿Y por qué hablas en voz baja? Estamos en nuestra casa.
—Por la misma razón por la que tú te escondes detrás de las cortinas.
Luther se incorporó y corrió las cortinas. Los ‘boy scouts’ se volvieron a poner en marcha y el camión empezó a avanzar muy despacio para ir entregando todos los árboles de la calle Hemlock.
Luther encendió el fuego de la chimenea y se acomodó en su butaca reclinable para leer un poco, asuntos tributarios. Se sentía solo porque Nora estaba haciendo pucheros, un breve arrebato que a la mañana siguiente ya se le habría pasado.
Si había conseguido enfrentarse a los ‘boy scouts’, ¿a quién podía temer? Se avecinaban sin duda otros encuentros, lo cual era precisamente otra de las razones por las que a Luther le desagradaba tanto la Navidad. Todo el mundo vendía algo, recogía dinero, pedía una propina, una gratificación, cualquier cosa, lo que fuera, algo.
Volvió a indignarse y se sintió muy a gusto.
Una hora más tarde salió de casa. Echó a andar despacio por la acera de la calle Hemlock sin rumbo fijo. El aire era fresco y ligero. A los pocos pasos, se detuvo a la altura del buzón de las cartas de los Becker y miró por la ventana del salón, que no quedaba muy lejos de la calle. Estaban colocando los adornos en el árbol y casi le parecía oír las discusiones. Ned Becker permanecía en equilibrio en el escalón superior de una pequeña escalera de mano, colocando las lucecitas,
mientras Jude Becker, situada detrás de él, le daba órdenes. La madre de Jude, un prodigio eternamente joven más temible todavía que la propia Jude, participaba también en la refriega. Le estaba dando instrucciones al pobre Ned, unas instrucciones totalmente contrarias a las de Jude. Ponlas por aquí, ponlas por allá. Esta rama, no, la otra. ¿Es que no ves el hueco que hay aquí? ¿Pero qué demonios estás mirando? Entretanto, Rocky Becker, el veinteañero que había abandonado los estudios, permanecía sentado en el sofá con una lata de algo en la mano, burlándose de ellos y dándoles unos consejos, a los que, al parecer, nadie prestaba la menor atención. Pero era el único que se reía.
La escena provocó la sonrisa de Luther, le confirmó su acierto y le hizo sentirse orgulloso de su decisión de prescindir simplemente de todo aquel jaleo.
Siguió adelante con paso cansino, llenándose los arrogantes pulmones con el fresco aire y alegrándose por primera vez en su vida de saltarse el temido ritual del adorno del árbol. Dos puertas más abajo se detuvo para contemplar el asalto del clan de los Frohmeyer a un abeto de casi dos metros y medio de altura. El señor Frohmeyer había aportado dos hijos al matrimonio. La señora Frohmeyer se había presentado con tres y a éstos habían añadido otro con el que sumaban un total de seis, el mayor de los cuales no superaba los doce años. Toda la prole estaba colgando adornos y guirnaldas de oropel.
En determinado momento de todos los meses de diciembre, Luther oía comentar a alguna mujer del barrio lo feo que resultaba el árbol de los Frohmeyer. Como si a él le importara. Pero, tanto si el árbol era feo como si no, ellos se lo pasaban en grande llenándolo de ridículos y vulgares adornos. Frohmeyer se dedicaba a la investigación en la universidad y ganaba ciento diez mil dólares anuales según los rumores, pero, con los seis hijos que tenía, no le daban para mucho. Su árbol sería el último en desaparecer pasado Año Nuevo.
Luther dio media vuelta y regresó a casa. En el chalé de los Becker, Ned estaba sentado en el sofá con una bolsa de hielo sobre el hombro y Jude revoloteaba a su alrededor y le echaba un sermón, meneando el índice. La escalera de mano estaba volcada y la suegra la estaba examinando. Cualquiera que hubiera sido la causa de la caída, no cabía la menor duda de que toda la culpa se la iban a echar al pobre Ned.
Estupendo –pensó Luther–. Ahora me tendré que pasar cuatro meses escuchando los detalles de una nueva dolencia.« Ahora que recordaba, Ned Becker ya se había caído de la escalera en otra ocasión, quizá cinco o seis años antes. Se había estrellado contra el árbol y lo había derribado al suelo, cargándose todos los adornos de Jude. Tras lo cual, ésta se había pasado un año haciendo pucheros. «Qué locura», pensó Luther
John Grisham- Una Navidad diferente (PARTE 3)
Aunque el plan había sido de Luther, Nora fue la primera en ser puesta a prueba. La llamada se produjo el viernes por la mañana, al día siguiente del Día de Acción de Gracias, y la hizo un sujeto un tanto quisquilloso que no le resultaba demasiado simpático.
Se llamaba Aubie y era el propietario de La Semilla de Mostaza, una pretenciosa y pequeña papelería con un nombre un poco tonto y unos precios exorbitantes.
Después de los saludos de rigor, Aubie fue directamente al grano.
—Estoy un poco preocupado por sus tarjetas navideñas, señora Krank –dijo, adoptando un aire de profunda inquietud.
—¿Y por qué está preocupado? –le preguntó Nora.
No le gustaba ser acosada por un tendero malhumorado que apenas le dirigía la palabra el resto del año.
—Bueno pues, porque usted siempre elige las felicitaciones más bonitas, señora Krank, y tenemos que hacer los pedidos ahora. No se le daban muy bien las adulaciones. A todos los clientes les soltaba la misma frase.
Según la auditoría de Luther, La Semilla de Mostaza les había cobrado la Navidad anterior trescientos dieciocho dólares en concepto de felicitaciones navideñas, cosa que en aquellos momentos resultaba un poco grotesca. No era una suma muy elevada, pero ¿qué recibían ellos a cambio? Luther se negaba a ayudar a escribir las direcciones y pegar los sellos y se ponía hecho una furia cada vez que Nora le preguntaba si habían de añadir o borrar de la lista a Fulano de Tal. Incluso se negaba a echar un vistazo a todas las felicitaciones que recibían y Nora no tenía más remedio que reconocer que el hecho de recibirlas cada vez le deparaba menos satisfacciones.
Por consiguiente, se mantuvo firme y dijo:
—Este año no vamos a hacer ningún pedido de felicitaciones navideñas.
Casi le pareció oír los aplausos de Luther.
—¿Qué ha dicho?
—Ya me ha oído.
—¿Le puedo preguntar por qué no?
—Por supuesto que no.
A lo cual Aubie no tuvo ninguna respuesta que ofrecer. Balbució algo y después colgó. Por un instante, Nora se llenó de orgullo. Sin embargo, titubeó al pensar en las preguntas que le harían. Su hermana, la esposa del clérigo, los amigos de la junta de alfabetización, su tía la de la aldea de jubilados..., todos preguntarían en determinado momento qué había ocurrido con sus felicitaciones navideñas. ¿Perdidas en el correo? ¿Falta de tiempo? No. Ella les diría la verdad.
Nada de felicitaciones navideñas este año, Blair se ha ido y nosotros nos vamos de crucero. Y, si tanto habéis echado de menos las felicitaciones, el año que viene os envío dos.
Animada por otra taza de café, Nora se preguntó cuántas personas de su lista llegarían a darse cuenta tan siquiera. Cada año recibía unas cuantas docenas, un número cada vez menor, lo reconocía, y no llevaba la cuenta de quién se tomaba la molestia de felicitarles y quién no. En medio del torbellino navideño, ¿quién tenía tiempo para preocuparse por una tarjeta que no llegaba? Lo cual le hizo recordar otra de las quejas preferidas de Luther contra las fiestas: los acaparamientos para emergencias. Nora adquiría unas cuantas provisiones más para poder responder de inmediato a una felicitación inesperada. Cada año recibían dos o tres tarjetas de perfectos desconocidos y de gente que anteriormente jamás se las había enviado y, en cuestión de veinticuatro horas, ella enviaba rápidamente una felicitación de los Krank, siempre con su habitual nota manuscrita de saludo y deseos de paz. Estaba claro que todo aquello era una bobada. Llegó a la conclusión de que no echaría de menos en absoluto todo el ritual de las felicitaciones navideñas. No echaría de menos el aburrimiento de escribir todos aquellos mensajitos y todas aquellas direcciones en unos ciento y pico de sobres, echarlo todo al correo y preocuparse por la posibilidad de haber olvidado a alguien. No echaría de menos la cantidad de correspondencia que se añadía a la habitual, la apresurada apertura de los sobres y las estereotipadas felicitaciones de personas tan agobiadas como ella.
Una vez liberada de las felicitaciones navideñas, Nora llamó a Luther para que éste la animara un poco. Luther se encontraba sentado detrás de su escritorio, tal como siempre ocurría el viernes posterior al Día de Acción de Gracias. Los ejecutivos más destacados de Wiley & Beck tenían que estar allí. Ella le refirió su conversación con Aubie.
—Ese miserable gusano –murmuró Luther–. Felicidades –le dijo cuando ella terminó.
—No me ha costado nada –presumió ella.
—Piensa en todas aquellas playas que nos esperan allí abajo, querida.
—¿Qué has comido? –le preguntó ella.
—Nada. Sigo con las trescientas calorías.
—Yo también.
Cuando colgó, Luther regresó a la tarea que tenía entre manos. No estaba devorando números ni bregando con las disposiciones de Hacienda como de costumbre, sino redactando una carta a sus compañeros. Su primera carta navideña.
En ella explicaba cuidadosa y hábilmente al despacho por qué razón no participaría en los rituales de las fiestas y, a su vez, agradecería que todos los demás le dejaran en paz. No compraría ningún regalo ni aceptaría ninguno. Pero gracias de todos modos. No asistiría a la cena navideña de gala de la empresa y tampoco estaría presente en la orgía de borracheras que llamaban la fiesta del despacho. No quería el coñac ni el jamón que ciertos clientes enviaban cada año a todos los ejecutivos. No estaba enfadado y no respondería con un «¡Gracias, igualmente!« a cualquiera que le deseara felices fiestas. Se iba a saltar simplemente las Navidades. Y, en su lugar, se iría de crucero.
Dedicó buena parte de la tranquila mañana a la carta y él mismo la introdujo en el ordenador. El lunes dejaría una copia en todos los escritorios de Wiley & Beck.
Comprendieron el verdadero alcance de su plan tres días más tarde, poco después de cenar. Era totalmente posible disfrutar de la Navidad sin felicitaciones, sin fiestas y sin banquetes, sin regalos innecesarios y sin toda la serie de cosas que, por alguna extraña razón, se asociaban con el nacimiento de Cristo. Pero ¿cómo se podían celebrar debidamente las fiestas sin un árbol? Si prescindieran del árbol, Luther sabía que era muy probable que consiguieran su propósito.
Estaban quitando la mesa, a pesar de que apenas había nada que quitar. Un poco de pollo asado y requesón les permitía perder peso fácilmente, pero Luther aún estaba hambriento cuando llamaron al timbre de la puerta.
—Voy yo –dijo.
A través de la ventana anterior del estudio vio el remolque en la calle y comprendió de inmediato que los siguientes quince minutos no iban a ser muy placenteros. Abrió la puerta y se encontró con tres sonrientes rostros: dos chicos impecablemente vestidos con el uniforme y todas las insignias de los ‘boy scouts’ y, detrás de ellos, el señor Scanlon, el jefe de sección permanente de los ‘boy scouts’ del barrio. Él también lucía el uniforme.
—Buenas noches –les dijo Luther a los chicos.
—Hola, señor Krank. Soy Randy Bogan –dijo el más alto de los dos–. Este año volvemos a dedicarnos a la venta de árboles navideños.
—Tenemos el suyo en el remolque del camión –dijo el más bajo.
—El año pasado se quedó usted con un abeto azul de Canadá –terció el señor Scanlon.
La mirada de Luther se perdió más allá del lugar que ellos ocupaban, hacia el remolque de plataforma plana, cubierta con dos pulcras hileras de árboles. Un pequeño ejército de chicos los estaba descargando y transportando a las casas de los vecinos de Luther.
—¿Cuánto? –preguntó Luther.
—Noventa dólares –contestó Randy–. Hemos tenido que subir un poco el precio porque nuestro proveedor también lo ha subido. Ochenta el año pasado, estuvo casi a punto de decir Luther, pero se contuvo. Nora apareció como por arte de ensalmo y, de repente, apoyó la barbilla en suhombro.
—Son tan encantadores –le dijo en un susurro.
¿Los chicos o los árboles?, estuvo casi a punto de preguntar Luther. ¿Por qué no se quedaba en la cocina y le dejaba resolver aquel asunto por su cuenta?
Con una enorme y falsa sonrisa, Luther les dijo:
—Lo siento, pero este año no vamos a comprar ninguno.
Rostros inexpresivos. Rostros desconcertados. Rostros tristes.
Un gemido por encima de su hombro cuando el dolor alcanzó a Nora.
Contemplando a los chicos mientras percibía la respiración de su esposa sobre el cuello, Luther Krank comprendió que aquél era el momento crucial. Como fallara, se abrirían todas las compuertas. Comprar un árbol y después adornarlo y después comprender que ningún árbol parece completo sin un montón de regalos amontonados debajo de él. «Mantente firme, muchacho», se dijo Luther en tono apremiante mientras su mujer murmuraba:
—Oh, Dios mío.
—Cállate –le dijo él con disimulo.
Los chicos miraron al señor Krank como si éste les hubiera arrebatado las últimas monedas que guardaban en los bolsillos.
—Disculpe que hayamos tenido que subir el precio –dijo apenado Randy.
—Ganamos menos que el año pasado por cada árbol –añadió el señor Scanlon en tono esperanzado.
—No es por el precio, chicos –dijo Luther con otra falsa sonrisa en los labios–. Este año nos vamos a saltar la Navidad. Estaremos ausentes de la ciudad. No necesitaremos un árbol. Pero gracias de todos modos.
Los chicos se empezaron a mirar los zapatos tal como suelen hacer los chicos que se sienten dolidos, y el señor Scanlon puso cara de pena. Nora volvió a soltar un compasivo gemido y a Luther, a punto de ceder al pánico, se le ocurrió una brillante idea.
—¿Vosotros no vais cada año al Oeste, allá por el mes de agosto, a Nuevo México, para una especie de gran asamblea, si no recuerdo mal lo que dice el folleto?
Los pilló desprevenidos y los tres asintieron despacio con la cabeza.
—Muy bien pues, os propongo un trato. Yo paso del árbol, pero vosotros regresáis en verano y yo os entregaré cien dólares para vuestro viaje.
—Gracias –consiguió decir Randy, pero sólo porque se sintió obligado a hacerlo.
De repente, experimentaban el imperioso deseo de largarse cuanto antes de allí.
Luther cerró lentamente la puerta a su espalda y esperó.
Ellos se quedaron un momento en los peldaños de la entrada y después se alejaron por el camino particular de la casa, volviendo la cabeza para mirar hacia atrás.
Cuando llegaron al camión, le comunicaron la extraña noticia a otro adulto vestido de uniforme. Otros la oyeron y, poco después, cesó la actividad alrededor del camión mientras los chicos y sus jefes se reunían al final del camino particular de los Krank y contemplaban la casa como si hubieran visto unos alienígenas en el tejado.
Luther se agachó y atisbó por detrás de las cortinas descorridas.
—¿Qué están haciendo? –preguntó Nora en un susurro a su espalda, también agachada.
—Simplemente mirando, creo.
—A lo mejor, se lo hubiéramos tenido que comprar.
—No.
—No hace falta adornarlo, ¿sabes?
—Silencio.
—Lo tendríamos en el patio de atrás.
—Cállate, Nora. ¿Y por qué hablas en voz baja? Estamos en nuestra casa.
—Por la misma razón por la que tú te escondes detrás de las cortinas.
Luther se incorporó y corrió las cortinas. Los ‘boy scouts’ se volvieron a poner en marcha y el camión empezó a avanzar muy despacio para ir entregando todos los árboles de la calle Hemlock.
Luther encendió el fuego de la chimenea y se acomodó en su butaca reclinable para leer un poco, asuntos tributarios. Se sentía solo porque Nora estaba haciendo pucheros, un breve arrebato que a la mañana siguiente ya se le habría pasado.
Si había conseguido enfrentarse a los ‘boy scouts’, ¿a quién podía temer? Se avecinaban sin duda otros encuentros, lo cual era precisamente otra de las razones por las que a Luther le desagradaba tanto la Navidad. Todo el mundo vendía algo, recogía dinero, pedía una propina, una gratificación, cualquier cosa, lo que fuera, algo.
Volvió a indignarse y se sintió muy a gusto.
Una hora más tarde salió de casa. Echó a andar despacio por la acera de la calle Hemlock sin rumbo fijo. El aire era fresco y ligero. A los pocos pasos, se detuvo a la altura del buzón de las cartas de los Becker y miró por la ventana del salón, que no quedaba muy lejos de la calle. Estaban colocando los adornos en el árbol y casi le parecía oír las discusiones. Ned Becker permanecía en equilibrio en el escalón superior de una pequeña escalera de mano, colocando las lucecitas,
mientras Jude Becker, situada detrás de él, le daba órdenes. La madre de Jude, un prodigio eternamente joven más temible todavía que la propia Jude, participaba también en la refriega. Le estaba dando instrucciones al pobre Ned, unas instrucciones totalmente contrarias a las de Jude. Ponlas por aquí, ponlas por allá. Esta rama, no, la otra. ¿Es que no ves el hueco que hay aquí? ¿Pero qué demonios estás mirando? Entretanto, Rocky Becker, el veinteañero que había abandonado los estudios, permanecía sentado en el sofá con una lata de algo en la mano, burlándose de ellos y dándoles unos consejos, a los que, al parecer, nadie prestaba la menor atención. Pero era el único que se reía.
La escena provocó la sonrisa de Luther, le confirmó su acierto y le hizo sentirse orgulloso de su decisión de prescindir simplemente de todo aquel jaleo.
Siguió adelante con paso cansino, llenándose los arrogantes pulmones con el fresco aire y alegrándose por primera vez en su vida de saltarse el temido ritual del adorno del árbol. Dos puertas más abajo se detuvo para contemplar el asalto del clan de los Frohmeyer a un abeto de casi dos metros y medio de altura. El señor Frohmeyer había aportado dos hijos al matrimonio. La señora Frohmeyer se había presentado con tres y a éstos habían añadido otro con el que sumaban un total de seis, el mayor de los cuales no superaba los doce años. Toda la prole estaba colgando adornos y guirnaldas de oropel.
En determinado momento de todos los meses de diciembre, Luther oía comentar a alguna mujer del barrio lo feo que resultaba el árbol de los Frohmeyer. Como si a él le importara. Pero, tanto si el árbol era feo como si no, ellos se lo pasaban en grande llenándolo de ridículos y vulgares adornos. Frohmeyer se dedicaba a la investigación en la universidad y ganaba ciento diez mil dólares anuales según los rumores, pero, con los seis hijos que tenía, no le daban para mucho. Su árbol sería el último en desaparecer pasado Año Nuevo.
Luther dio media vuelta y regresó a casa. En el chalé de los Becker, Ned estaba sentado en el sofá con una bolsa de hielo sobre el hombro y Jude revoloteaba a su alrededor y le echaba un sermón, meneando el índice. La escalera de mano estaba volcada y la suegra la estaba examinando. Cualquiera que hubiera sido la causa de la caída, no cabía la menor duda de que toda la culpa se la iban a echar al pobre Ned.
Estupendo –pensó Luther–. Ahora me tendré que pasar cuatro meses escuchando los detalles de una nueva dolencia.« Ahora que recordaba, Ned Becker ya se había caído de la escalera en otra ocasión, quizá cinco o seis años antes. Se había estrellado contra el árbol y lo había derribado al suelo, cargándose todos los adornos de Jude. Tras lo cual, ésta se había pasado un año haciendo pucheros. «Qué locura», pensó Luther