John Grisham - Una Navidad diferente (PARTE 2)
Con los pies tostados y enfundados en unos gruesos calcetines de lana, Luther se quedó rápidamente dormido y despertó todavía más rápido. Nora
estaba trajinando por la casa. La oyó en el cuarto de baño accionando el botón de la cisterna del escusado y los interruptores de la luz; después se fue a la cocina donde se preparó una infusión de hierbas, bajó por el pasillo para dirigirse a la habitación de Blair, donde debió de contemplar las paredes y preguntarse lloriqueando cómo habían pasado los años. Después regresó a la cama, dio varias vueltas y tiró de los cobertores, tratando por todos los medios de despertarlo.
Quería diálogo, una caja de resonancia. Quería que Luther le asegurara que su Blair estaba a salvo de los horrores de la selva peruana.
Pero Luther estaba paralizado, no movía ni una sola articulación y respiraba lo más ruidosamente posible porque, como volviera a iniciarse el diálogo, la cosa se prolongaría varias horas. Fingió roncar y eso la hizo desistir de su intento. Pasadas las once ella se calmó.
Luther estaba muy nervioso y le ardían los pies. Cuando estuvo absolutamente seguro de que ella se había quedado dormida, se levantó de la cama, se quitó los gruesos calcetines, los arrojó a un rincón y bajó de puntillas por el pasillo hacia la cocina para tomarse un vaso de agua y después una taza de café descafeinado.
Una hora más tarde se encontraba en su despacho del sótano sentado junto a su escritorio con unas carpetas abiertas, el ordenador encendido y unas hojas de cálculo en la impresora, tratando de encontrar pruebas cual si fuera un investigador. Luther era asesor fiscal y, por consiguiente, sus archivos eran muy meticulosos. Las pruebas eran tan abundantes que se olvidó del sueño.
Un año atrás, la familia de Luther Krank se había gastado 6.100 dólares por Navidad. ¡6.100 dólares! 6.100 dólares en adornos, luces, flores, un nuevo muñeco de nieve y un abeto de Canadá. 6.100 dólares en jamón, pavos, pecanas, quesadillas y pastelillos que nadie se comía. 6.100 dólares en vinos y licores y puros habanos para repartir en el despacho. 6.100 dólares en tartas de fruta de los bomberos y calendarios del sindicato de la policía y bombillas del servicio de salvamento. 6.100 dólares en un jersey de lana de cachemira para Luther que éste aborrecía en su fuero interno y una chaqueta deportiva que sólo se había puesto un par de veces y un billetero de piel de avestruz que era muy caro y muy feo, y cuyo tacto le resultaba francamente desagradable. 6.100 dólares en un vestido que Nora se puso para la fiesta navideña de la empresa y un jersey de lana de cachemira que nadie había vuelto a ver desde que ella desenvolvió el paquete, y un pañuelo de un diseñador que le encantaba. 6.100 dólares en un abrigo, unos guantes y unas botas para Blair y un ‘walkman’ para cuando hacía ‘jogging’ y, naturalmente, el móvil más plano recién salido al
mercado. 6.100 dólares en regalos de inferior cuantía para un selecto puñado de parientes lejanos, casi todos ellos de la parte de Nora. 6.100 dólares en tarjetas navideñas de una papelería situada tres puertas más abajo del Chip’s, en el barrio donde todos los precios duplicaban los de otras zonas. 6.100 dólares para la Fiesta, el festorro anual de Nochebuena en la residencia de los Krank. ¡ 6.100 dólares! ¿Y qué quedaba de todo aquello? Tal vez uno o dos objetos útiles, pero poco más.
Con sumo deleite, Luther calculó los daños como si el causante de los mismos fuera otro. Todas las pruebas concordaban a la perfección y constituían un conjunto de acusaciones tremendo.
Rebuscó un poco al final, donde había reunido las sumas destinadas a obras benéficas. Donativos a la Iglesia, para la campaña de recogida de juguetes, para el hogar de los «sin techo» y el banco de alimentos. Pero pasó rápidamente por la beneficencia y regresó de inmediato a la horrenda conclusión: 6.100 dólares para la Navidad.
—El doce por ciento de mis ingresos brutos –dijo con incredulidad–. Seis mil cien dólares. En efectivo. Nada menos que seis mil cien dólares no deducibles.
En su aflicción, hizo algo que raras veces hacía. Luther alargó la mano hacia la botella de coñac que guardaba en el cajón de su escritorio e ingirió unos cuantos tragos.
Durmió de tres a seis y cobró nuevamente vida mientras se duchaba. Nora estaba empeñada en servirle café y gachas de avena, pero Luther no quiso nada de todo aquello. Leyó el periódico, se rió con las tiras cómicas, le aseguró un par de veces que Blair se lo estaba pasando bomba y después le dio un beso y regresó corriendo a su despacho como si tuviera que cumplir una misión.
La agencia de viajes estaba ubicada en el vestíbulo del edificio de Luther. Pasaba por delante de ella por lo menos dos veces al día y raras veces echaba un vistazo a los anuncios de playas, montañas, veleros y pirámides.
La agencia era para los afortunados que podían viajar. Luther jamás había salido del país y, de hecho, jamás se le había ocurrido pensarlo. Sus vacaciones consistían en cinco días en la playa en el chalé de un amigo y, con la cantidad de trabajo que él tenía, podían darse por satisfechos si conseguían disfrutar de eso por lo menos.
Se marchó justo pasadas las diez. Utilizó la escalera para no tener que dar explicaciones y cruzó rápidamente la puerta de Regency Travel. Biff lo estaba esperando.
Biff lucía una impresionante flor en el pelo y un sedoso bronceado, y daba la impresión de haberse dejado caer unas cuantas horas por la tienda entre playa y playa. Su atractiva sonrisa obligó a Luther a detenerse en seco y sus primeras palabras lo dejaron estupefacto:
—Usted necesita un crucero –le dijo.
—¿Cómo lo sabe? –consiguió replicar con un hilillo de voz.
Ella le tendió la mano, tomó la suya, se la estrechó y lo acompañó a su alargado escritorio, donde lo acomodó a un lado del mismo mientras ella se sentaba al otro. Largas y bronceadas piernas, observó Luther. Piernas de playa.
—Diciembre es la mejor época del año para un crucero –empezó diciendo, pero Luther ya estaba convencido.
Los folletos cayeron como un torrente. Ella los desplegó sobre el escritorio ante la soñadora mirada de Luther.
—¿Trabaja usted en el edificio? –preguntó, acercándose como el que no quiere la cosa a la cuestión del dinero.
—Wiley & Beck, sexta planta –contestó Luther sin apartar los ojos de los palacios flotantes y las interminables playas.
—¿Especialistas en fianzas judiciales?
Luther se echó imperceptiblemente hacia atrás.
—No. Asesores fiscales.
—Perdón –dijo ella, lamentando el comentario. La pálida piel, las oscuras ojeras, el conservador traje cruzado azul oscuro con una mala imitación de corbata de colegio de pago. Hubiera tenido que comprenderlo. En fin, pensó, alargando la mano hacia otros folletos todavía más relucientes–. Me parece que no tenemos muchos clientes de su despacho.
—No solemos hacer muchas vacaciones. Demasiado trabajo. Me gusta éste de aquí.
—Excelente elección.
Se decidieron por el ‘Island Princess’, una impresionante mole nueva todavía por estrenar, con camarotes para seis mil personas, una docena de piscinas, cuatro casinos, cinco comidas al día, ocho escalas en el Caribe, la lista era interminable.
Luther salió con un montón de folletos y regresó subrepticiamente a su despacho de seis pisos más arriba.
La emboscada se planeó con sumo cuidado. Primero, trabajó hasta muy tarde, lo cual no era en modo alguno insólito, pero en cualquier caso lo ayudaría a preparar el escenario de la velada. Tuvo suerte con el tiempo, porque seguía siendo desapacible. Le costaba entrar en el espíritu de la época estando los cielos tan húmedos y encapotados.
Y le resultaba mucho más fácil soñar con diez lujosos días tumbado bajo el sol.
Si Nora no se estuviera preocupando por Blair, conseguiría convencerla. Se limitaría a comentar alguna terrible noticia acerca de un nuevo virus o quizás otra matanza en una aldea colombiana, y eso bastaría para encauzarla por el camino que él quería. La cuestión era apartar su mente de las alegrías de la Navidad. No va a ser lo mismo sin Blair, ¿verdad? ¿Por qué no nos tomamos un respiro este año? Vamos a escondernos. A fugarnos.
Nos daremos el gusto.
Como era de esperar, Nora estaba pensando en la selva. Lo abrazó sonriendo y procuró disimular que había estado llorando. Su jornada había transcurrido razonablemente bien. Había sobrevivido al almuerzo de las señoras y se había pasado un par de horas en el hospital infantil como parte de su apretado programa de voluntariado.
Mientras ella calentaba la pasta, Luther introdujo un CD de reggae en el estéreo, pero no pulsó ‘play’. La elección del momento era fundamental.
Se pasaron un rato hablando de Blair y, poco después de empezar a cenar, Nora abrió la puerta de par en par.
—Van a ser unas Navidades muy distintas, ¿verdad, Luther?
—Pues sí –contestó tristemente él, tragando saliva–. Nada será igual.
—Por primera vez en veintidós años, ella no estará aquí con nosotros.
—Hasta podría resultar deprimente. Suelen producirse muchas depresiones en Navidad, ¿sabes?
Luther se tragó rápidamente el bocado y su tenedor se quedó en suspenso en el aire.
—Me encantaría saltarme estas fiestas –dijo ella bajando la voz al final.
Luther se echó hacia atrás y ladeó su oído sano hacia ella.
—¿Qué ocurre? –preguntó Nora.
—¡Vaya! –exclamó teatralmente Luther, empujando su plato hacia delante–. Ahora que lo dices. Quería comentarte una cosa.
—Termínate la pasta.
—Ya he terminado –anunció él, poniéndose en pie de un salto.
Tenía la cartera de documentos al alcance de la mano y la tomó.
—¿Qué estás haciendo, Luther?
—Tú espera. –Se situó al otro lado de la mesa, sosteniendo unos papeles en ambas manos–. Ésta es la idea que se me ha ocurrido –dijo con orgullo–. Y es brillante.
-¿Por qué será que estoy tan nerviosa?
Él desplegó una hoja de cálculo y empezó a señalar con el dedo.
—Eso, querida, es lo que hicimos las pasadas Navidades. Nos gastamos seis mil cien dólares por Navidad. Seis mil cien dólares.
—Ya te he oído la primera vez.
—Y no nos sirvió prácticamente de nada. Buena parte del dinero se malgastó. Se despilfarró. Y en ello no se incluye el tiempo que yo perdí, el tiempo que tú perdiste, el tráfico, la tensión, la preocupación, las discusiones, el rencor, la pérdida de sueño... todas esas cosas tan horribles que arrojamos en la época de fiestas.
—¿Adónde quieres ir a parar?
—Gracias por preguntármelo.
–Luther soltó las hojas de cálculo y, con la rapidez de un mago, le mostró a su mujer el ‘Island Princess’. Los folletos cubrían toda la mesa–. ¿Me preguntas que adónde quiero ir a parar con todo eso, querida? Pues al Caribe. Diez días y diez noches de absoluto lujo en el ‘Island Princess’, el buque de cruceros más lujoso del mundo. Las Bahamas, Jamaica, Puerto Rico; ah, espera un momento.
Luther corrió al estudio, pulsó el botón de ‘play’, esperó a que sonaran los primeros compases, ajustó el volumen y regresó a la cocina, donde Nora estaba examinando un folleto.
—¿Qué es eso? –preguntó su mujer.
—Reggae, la música que escucharemos allí abajo. Pero bueno, ¿dónde estaba?
—Estabas saltando de isla en isla.
—Ah, sí, practicaremos el submarinismo en el Gran Caimán, recorreremos a pie las ruinas mayas en Cozumel, practicaremos el surf en las islas Vírgenes. Diez días, Nora, diez días fabulosos.
—Tendré que adelgazar un poco.
—Los dos nos pondremos a régimen. ¿Qué dices?
—¿Dónde está el truco?
—El truco es muy sencillo.
Nos saltamos las Navidades. Ahorramos dinero y, por una vez, nos lo gastamos en nosotros mismos. Ni un céntimo para comida que no vamos a comer o ropa que no nos vamos a poner o regalos que maldita la falta que hacen. Es un boicot, Nora, un boicot completo a la Navidad.
—Me parece horrible.
—No, es maravilloso. Y sólo por un año. Vamos a tomarnos un respiro. Blair no está aquí. Regresará el año que viene y entonces podremos regresar al caos de la Navidad, si eso es lo que tú quieres. Vamos, Nora, por favor. Nos saltamos la Navidad, ahorramos dinero y nos pasamos diez días chapoteando en el Caribe.
¿Cuánto costará?
—Tres mil dólares.
—¿O sea que ahorraremos dinero?
—Un montón.
—¿Cuándo nos vamos?
—Al mediodía del día de Navidad.
Se miraron largo rato el uno al otro.
El pacto se selló en la cama, con la televisión encendida pero con el sonido apagado, con toda una serie de revistas diseminadas sobre las sábanas, todas sin leer, y los folletos al alcance de la mano en la mesilla de noche. Luther estaba echando un vistazo a un periódico de economía, pero apenas leía nada.
Nora sostenía una edición de bolsillo en las manos, pero no pasaba las páginas.
La causa de la ruptura habían sido los donativos benéficos. Ella se negaba en redondo a suprimirlos o a saltárselos, tal como Luther insistía en decir. Nora había accedido a regañadientes a no comprar regalos. Había llorado ante la idea de no poner un árbol, a pesar de que Luther le había recordado sin piedad los gritos que se pegaban el uno al otro cada Navidad a la hora de adornar el maldito trasto. ¿Y no pondrían ningún muñeco de nieve en el tejado cuando todas las casas de la calle lo tenían? Lo cual trajo a colación el tema del ridículo que harían en público. ¿No los despreciarían por saltarse la Navidad?
Y qué, había replicado Luther una y otra vez. Puede que sus amigos y vecinos los censuraran al principio, pero en su fuero interno arderían de envidia. Diez días en el Caribe, Nora, le repetía una y otra vez. Sus amigos y vecinos no se reían cuando sacaban la nieve a paletadas, ¿verdad? Los espectadores no se burlarán cuando nosotros estemos tumbados al sol y ellos se pongan morados de pavo y de salsa.
No esbozarán relamidas sonrisas cuando nosotros regresemos esbeltos y bronceados y no temamos abrir el buzón de las cartas.
Nora raras veces lo había visto tan decidido. Luther destruyó metódicamente todos sus argumentos uno a uno, hasta que no quedaron más que los donativos.
—¿Vas a permitir que seiscientos puñeteros dólares se interpongan entre nosotros y un crucero por el Caribe? –preguntó Luther acentuando el sarcástico tono de su voz.
—No, eso eres tú quien lo hace –le replicó fríamente ella.
Acto seguido, se fueron cada cual a su rincón y se esforzaron en leer.
Pero, al cabo de una tensa y silenciosa hora, Luther empujó las sábanas hacia abajo, se quitó de un tirón los calcetines de lana y dijo:
—Muy bien pues. Vamos a hacer los mismos donativos que el año pasado, pero ni un centavo más.
Ella arrojó la edición de bolsillo y le echó los brazos al cuello. Se abrazaron y se besaron y después ella alargó la mano hacia los folletos.