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UNA NAVIDAD DIFERENTE (PARTE I)

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1UNA NAVIDAD DIFERENTE (PARTE I) Empty UNA NAVIDAD DIFERENTE (PARTE I) Dom 19 Dic 2010, 17:48

CRISALIDA

CRISALIDA
COLABORADOR ESPECIAL.
COLABORADOR ESPECIAL.

HOLA CHICAS ENCONTRE ESTE CUENTO, QUE ME ENCANTO PERO ES MUUUYYY LARGO ASI QUE LO IRE SUBIENDO POR PARTES, QUE LO DISFRUTEN !!!


John Grisham
Una Navidad diferente

Junto a la puerta se apretujaban los cansados viajeros, casi todos ellos de pie y apoyados contra las paredes, pues las escasas sillas de plástico ya llevaban mucho tiempo ocupadas. Todos los aparatos que iban y venían transportaban por lo menos cien pasajeros, y sin embargo sólo había sillas para unas pocas docenas.
Al parecer, había mil esperando el vuelo de las siete de la tarde con destino a Miami. Iban todos muy abrigados y tremendamente cargados, y tras haber luchado a brazo partido contra el tráfico, el mostrador de embarque y las multitudes del vestíbulo, parecían más bien apagados. Era el martes anterior al Día de Acción de Gracias, la jornada más ajetreada del año en viajes aéreos y, mientras se abrían paso a codazos en medio de las apreturas para congregarse en la puerta, muchos de ellos se preguntaban, y no por primera vez, por qué demonios habrían elegido justo aquel día para tomar un avión.
Las razones eran muy variadas e irrelevantes en aquel momento. Algunos procuraban sonreír. Otros intentaban leer, pero la aglomeración y el ruido se lo impedían.
Otros se limitaban a mirar el suelo y a esperar. Cerca, un escuálido Papá Noel negro hacía repicar una molesta campana y entonaba unos monótonos saludos de vacaciones.
Se acercó una reducida familia y, tras comprobar el número de la puerta y la cantidad de gente que había, sus componentes se detuvieron en el extremo del vestíbulo e iniciaron la espera. La hija era una joven bonita. Se llamaba Blair y era evidente que se tenía que ir. Sus padres, no. Los tres contemplaron la muchedumbre y, en aquel momento, también se preguntaron en silencio por qué razón habrían elegido precisamente aquel día para viajar.
Las lágrimas ya se les habían terminado, por lo menos casi todas. Blair tenía veintitrés años, acababa de terminar sus estudios universitarios con un estupendo expediente, pero aún no estaba preparada para ponerse a trabajar. Un amigo de la universidad se encontraba en África con el Cuerpo de Paz y semejante circunstancia le había inspirado la idea de dedicar los dos años siguientes de su vida a ayudar a los demás. Su destino era la zona oriental de Perú, donde enseñaría a leer a los niños de las comunidades indígenas. Se alojaría en un cobertizo sin agua, electricidad ni teléfono, y se moría de ganas de empezar su viaje.
El vuelo la llevaría a Miami, desde donde se trasladaría a Lima, y después viajaría a otro siglo, recorriendo por espacio de tres días las montañas en autocar. Por primera vez en su joven y protegida vida, Blair pasaría las Navidades lejos de casa. Su madre le comprimió la mano y procuró ser fuerte.
Todos los adioses ya se habían dicho.
—¿Estás segura de que es eso lo que quieres? –le habían preguntado por centésima vez.
Luther, su padre, estudió a la muchedumbre frunciendo el entrecejo. Qué locura, pensó. Las había dejado en el bordillo y se había ido a aparcar a varios kilómetros de distancia en un aparcamiento satélite. Un autobús abarrotado de gente lo había devuelto a Salidas y, desde allí, se había abierto camino a codazos con su mujer y su hija hasta aquella puerta. La partida de Blair lo entristecía y detestaba todo aquel enjambre de gente. Estaba de muy mal humor.
Las cosas le irían peor a Luther a partir de aquel momento.
Aparecieron los agotados agentes de la puerta y los pasajeros iniciaron su lento avance. Se hizo el primer anuncio, el que pedía que los ancianos y los pasajeros de primera clase se situaran adelante.
Los empujones y los codazos se desplazaron al siguiente nivel.
—Creo que será mejor que nos vayamos –le dijo Luther a su única hija.
Se volvieron a abrazar y procuraron reprimir las lágrimas. Blair sonrió diciendo:
—El año pasará volando. Estaré en casa las próximas Navidades.
Nora, su madre, se mordió el labio, asintió con la cabeza y la volvió a besar.
—Ten mucho cuidado, por favor –le dijo sin poder evitarlo.
—No pasará nada.
La soltaron y la contemplaron con impotencia mientras se incorporaba a una larga cola y se iba alejando poco a poco de ellos, de su casa, de la seguridad y de todo lo que había conocido hasta entonces. En el momento de entregar la tarjeta de embarque, Blair se volvió y les dirigió una última sonrisa.
—En fin –dijo Luther–. Ya basta. No le ocurrirá nada.
Nora no supo qué decir mientras contemplaba desaparecer a su hija. Dieron media vuelta y se mezclaron con el tráfico peatonal, una larga marcha por el abarrotado vestíbulo, pasando por delante de Papá Noel con su molesta campanita y por delante de las minúsculas tiendas llenas a rebosar de gente.
Estaba lloviendo cuando salieron de la terminal y localizaron la cola para el autobús que los llevaría al aparcamiento satélite, y diluviaba cuando el autobús cruzó chapoteando el aparcamiento y los dejó a doscientos metros de su automóvil. Luther tuvo que pagar siete dólares para librarse y librar su automóvil de la codicia de la autoridad del aeropuerto.
Nora habló finalmente cuando ya se habían puesto en marcha para regresar a la ciudad.
—¿Tú crees que no le ocurrirá nada? –preguntó.
Él había oído tantas veces aquella pregunta que su respuesta fue un gruñido automático.
—Seguro que no.
—¿De veras lo crees?
—Pues claro.
Tanto si lo creía como si no, ¿qué más daba a aquellas alturas?
No sabía si su mujer estaba llorando o no, pero la verdad era que le daba igual.
Lo único que quería Luther era regresar a casa, secarse bien, sentarse junto al fuego y ponerse a leer una revista.
Se encontraban a algo más de tres kilómetros de casa cuando ella anunció:
—Necesito unas cuantas cosas del colmado.
—Está lloviendo –dijo él.
—Pero, así y todo, las necesito.
—¿No puedes esperar?
—Tú quédate en el coche. Sólo tardo un minuto. Vamos al Chip’s.
Y él se dirigió al Chip’s, un lugar que no soportaba, no sólo por sus exorbitantes precios, sino también por su imposible ubicación.
Seguía lloviendo, naturalmente, pero ella no podía irse a un Kroger, donde aparcabas y efectuabas rápidamente una compra. No, quería el Chip’s, donde aparcabas y te tenías que pegar una caminata. Sólo que a veces ni siquiera podías aparcar. Los aparcamientos estaban llenos. Los carriles para vehículos de emergencia estaban atestados de coches. Se tuvo que pasar diez minutos buscando infructuosamente antes de que Nora le dijera:
—Déjame junto al bordillo.
Estaba irritada por su incapacidad de encontrar un lugar apropiado.
Él aparcó en un espacio, cerca de una hamburguesería, y le dijo:
—Dame la lista.
—Voy yo –dijo ella, pero sólo por pura fórmula. Luther caminaría bajo la lluvia y ambos lo sabían.
—Dame la lista.
—Sólo chocolate blanco y una libra de pistachos –dijo ella, lanzando un suspiro de alivio.
—¿Nada más?
—Nada más, pero mira que el chocolate sea de la marca Logan’s, una tableta de cuatrocientos gramos, y que los pistachos sean de Lance Brothers.
—¿Y eso no puede esperar?
—No, Luther, no puede esperar. Tengo que preparar un postre para la comida de mañana. Si no quieres ir, te callas y voy yo.
Luther cerró violentamente la portezuela. Su tercer paso lo llevó a un bache. El agua fría le empapó el tobillo derecho y se filtró rápidamente al interior de su zapato.
Se quedó momentáneamente petrificado y contuvo la respiración, después se apartó de puntillas, tratando desesperadamente de descubrir otros charcos mientras esquivaba el tráfico.
Chip's creía en los precios elevados y las rentas moderadas.
Se encontraba situado en una calle lateral y lo cierto era que no resultaba visible desde ningún sitio.
A su lado había una licorería regentada por un europeo de ignorada procedencia que afirmaba ser francés, pero que, según los rumores, era húngaro. Hablaba un inglés espantoso, pero había aprendido el idioma del timo en los precios. Lo había aprendido seguramente del Chip’s de la puerta de al lado.
En realidad, todas las tiendas del barrio procuraban practicar la discriminación, tal como todo el mundo sabía.
Y todas estaban llenas. Otro Papá Noel le estaba dando a la misma campanilla en el exterior de la quesería. ‘Rudolph, el reno de la nariz colorada’ matraqueaba a través de un altavoz oculto por encima de la acera delante de Madre Tierra, cuya ecológica clientela seguramente seguía calzando sandalias. Luther aborrecía aquella tienda y se negaba a poner los pies en ella. Nora compraba allí hierbas orgánicas, pero él no sabía muy bien por qué. El viejo propietario mexicano del estanco estaba adornando alegremente su escaparate con lucecitas; una pipa asomaba por la comisura de su boca y el humo se perdía a su espalda y un árbol de mentirijillas ya había sido cubierto por una capa de nieve de mentirijillas.
Cabía la posibilidad de que aquella noche nevara de verdad.
Los compradores no perdían el tiempo y entraban y salían a toda prisa de las tiendas. El calcetín del pie derecho de Luther ya se había congelado sobre su tobillo.
No había cestas de compra junto a los puntos de control del Chip’s, lo cual era naturalmente una mala señal. Luther no necesitaba ninguna, pero semejante circunstancia significaba que la tienda estaba abarrotada de gente. Los pasillos eran estrechos y los productos estaban expuestos de tal manera que nada tenía sentido. Cualquier cosa que tuvieras en la lista, tenías que cruzar media docena de veces el establecimiento para efectuar la compra.
Un reponedor estaba trabajando sin desmayo en un expositor de chocolatinas navideñas. Un letrero, junto a la sección de carnicería, rogaba a los buenos clientes que efectuaran de inmediato sus pedidos de pavos navideños. ¡Ya habían llegado los nuevos vinos navideños! ¡Y los jamones navideños!
«Qué lástima –pensó Luther–. ¿Por qué comemos y bebemos tanto para celebrar el nacimiento de Cristo?«
Encontró los pistachos al lado de las nueces. Semejante lógica era insólita en el Chip’s. El chocolate blanco no estaba en la sección de bollería, por lo que Luther masculló una maldición y echó a andar por el pasillo, mirándolo todo. Un carrito de la compra le propinó un golpe. No hubo disculpas, pues nadie se dio cuenta.
Desde arriba sonaba la melodía ‘Dios os conceda la paz, joviales caballeros’, como si Luther necesitara que alguien lo consolara. Parecía Frosty, el muñeco de nieve.
Dos pasillos más allá, al lado de toda una selección de arroces de todo el mundo, había un estante de chocolates a la taza. Se acercó un poco más y distinguió una tableta de cuatrocientos gramos de la marca Logan’s. Un paso más y la tableta desapareció de repente, arrebatada por una mujer de aire malhumorado que ni siquiera se había percatado de su presencia. El pequeño espacio reservado a la marca Logan’s quedó vacío y en su siguiente momento de desesperación, Luther no vio ni rastro de chocolate blanco. Mucho chocolate de cacao puro o con leche y cosas por el estilo, pero nada de chocolate blanco.
Como es natural, la cola de entrega a domicilio era más lenta que las otras dos. Los descarados precios de Chip’s obligaban a los clientes a comprar en pequeñas cantidades, pero ello no ejercía el menor efecto en la velocidad a la que éstos entraban y salían. Cada producto era levantado, examinado e introducido manualmente en la caja por una antipática cajera. La posibilidad de que un empleado te llenara las bolsas era una lotería, si bien en la época navideña éstos cobraban vida con sonrisas, entusiasmo y una sorprendente memoria para recordar los apellidos de los clientes. Era la época de las propinas, otro desagradable aspecto de la Navidad que Luther aborrecía con toda su alma.
Seis dólares y pico por cuatrocientos gramos de pistachos. Apartó a un lado a un solícito empleado que se los iba a colocar en una bolsa y, por un instante, temió verse obligado a propinarle un tortazo para impedir que sus queridísimos pistachos fueran a parar a otra bolsa. Se los guardó en el bolsillo del abrigo y abandonó rápidamente la tienda.
Un numeroso grupo de personas se había congregado para contemplar cómo el viejo mexicano adornaba el escaparate de su estanco. El hombre estaba conectando el enchufe de unos pequeños robots que avanzaban penosamente a través de la falsa nieve ante el regocijo de los espectadores.
Luther no tuvo más remedio que bajar del bordillo y, al hacerlo, cayó justo a la derecha en lugar de justo a la izquierda.
Su pie izquierdo se hundió doce centímetros en un frío charco. Se quedó paralizado una décima de segundo mientras sus pulmones retenían una
bocanada de aire frío y él maldecía al viejo mexicano, a sus robots, a sus admiradores y los malditos pistachos. Tiró del pie hacia arriba y se arrojó agua sucia sobre la pernera del pantalón. Mientras permanecía de pie en el bordillo, la campana repicaba con estridencia, el altavoz sonaba a todo volumen, ‘Papá Noel ha llegado a la ciudad’, y los juerguistas bloqueaban la acera, Luther empezó a aborrecer la Navidad.
Cuando llegó a su automóvil, el agua se le había filtrado hasta los dedos de los pies.
—No había chocolate blanco –le dijo entre dientes a su mujer mientras se sentaba al volante.
Ella se estaba enjugando los ojos.
—¿Y ahora qué ocurre? –le preguntó.
—Acabo de hablar con Blair.
—¿Qué? ¿Cómo? ¿Le ha ocurrido algo?
—Ha llamado desde el avión. Está bien.
Nora se mordió el labio, tratando de recuperar el aplomo.
«¿Cuánto debía de costar llamar a casa desde nueve mil metros de altura?«, se preguntó Luther. Había visto teléfonos en los aviones. Se podía utilizar cualquier tarjeta de crédito. Blair disponía de una que él le había dado, de esas cuyas facturas se envían a papá y mamá. Desde un móvil de allí arriba a un móvil de aquí abajo, probablemente diez dólares por lo menos. ¿Y para qué? Estoy bien, mamá. Llevo sin verte casi una hora.
Todos nos queremos mucho. Todos nos echamos de menos. Tengo que dejarte, mami.
El motor estaba girando, pero él no recordaba haberlo puesto en marcha.
—¿Te has olvidado del chocolate blanco? –preguntó Nora, plenamente recuperada.
—No, no me he olvidado. Es que no había.

—¿No le has preguntado a Rex?

—¿Quién es Rex? —El carnicero.
—Pues no, Nora, no sé por qué motivo no se me ha ocurrido preguntarle al carnicero si tenía alguna tableta de chocolate blanco escondida entre sus
chuletas y sus hígados.
Nora tiró con toda la rabia que pudo de la manija de la portezuela.
—Lo necesito. Gracias por nada.Y se fue.
«Espero que pises un charco de agua helada», murmuró Luther para sus adentros. Estaba furioso y soltó otros tacos. Dirigió las salidas de la calefacción hacia el suelo del vehículo para que se le deshelaran los pies y después se dedicó a contemplar a los gordinflones que entraban y salían de la hamburguesería. El tráfico estaba atascado en las calles de más allá.
«Qué bonito hubiera sido poder saltarse la Navidad –empezó a pensar–. Un chasquido de los dedos y estamos a dos de enero. Ni árboles ni compras ni regalos absurdos ni propinas ni aglomeraciones, ni envolturas de paquetes, ni tráfico ni muchedumbres, ni tartas de fruta, ni licores ni jamones que nadie necesitaba, ni ‘Rudolph’ ni Frosty, ni fiesta en el despacho, ni dinero malgastado.« Su lista era cada vez más larga. Se echó sobre el volante con una sonrisa en los labios, esperando el calor de abajo mientras soñaba dulcemente con la fuga.
Nora ya estaba de vuelta con una bolsita marrón que depositó al lado de su marido con el suficiente cuidado como para que no se rompiera la tableta de chocolate y él se enterara de que ella lo había encontrado y él no.
—Todo el mundo sabe que hay que preguntar –dijo secamente mientras tiraba bruscamente de la correa de su bolso.
—Curiosa manera de vender –musitó Luther, haciendo marcha atrás–. Lo escondes en la carnicería, haces que escasee y la gente lo pide a gritos. Estoy seguro de que le aumentan el precio cuando lo tienen escondido.
—Vamos, cállate ya, Luther.
—¿Te has mojado los pies?
—No. ¿Y tú?
—Tampoco.
—Pues entonces, ¿por qué me lo preguntas?
—Estaba preocupado.
—¿Crees que no le pasará nada? —Está a bordo de un avión.
Acabas de hablar con ella. —Quiero decir allí abajo, en la selva.
—Deja de preocuparte, mujer.
El Cuerpo de Paz no la enviaría a un lugar peligroso.
—No será lo mismo.—¿Qué? —La Navidad.
«Por supuesto que no», estuvo casi a punto de decir Luther. Y lo más curioso fue que empezó a sonreír mientras se abría paso a través del tráfico.

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