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Una Navidad diferente( PARTE 4)

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1Una Navidad diferente( PARTE 4) Empty Una Navidad diferente( PARTE 4) Dom 19 Dic 2010, 20:52

CRISALIDA

CRISALIDA
COLABORADOR ESPECIAL.
COLABORADOR ESPECIAL.


y AQUI OTRO MAS

John Grisham Una Navidad diferente( PARTE 4)

Nora y dos amigas acababan de atrapar una mesa en su establecimiento de comida preparada preferido, una estación de servicio transformada en charcutería, que seguía vendiendo gasolina pero había añadido bocadillos de diseño y café con leche a tres dólares la taza.
Todos los mediodías se llenaba de gente y las largas colas atraían a más gente todavía.
Era un almuerzo de trabajo. Candi y Merry eran las otras dos miembros de un comité encargado de supervisar una subasta con destino al museo de arte. En torno a otras mesas se estaban acomodando con gran dificultad otras recaudadoras de fondos similares.
Sonó el móvil de Nora. Ésta pidió perdón por no haberlo desconectado, pero Merry insistió en que atendiera la llamada. Los móviles sonaban por todo el establecimiento.
Era Aubie otra vez y, al principio, Nora se sorprendió de que conociera su número. Pero es que tenía por costumbre darlo a todo el mundo.
—Es Aubie, el de La Semilla de Mostaza –les explicó a Candi y Merry, incluyéndolas en la conversación.
Ellas asintieron con la cabeza sin el menor interés. Por lo visto, todo el mundo conocía a Aubie, el de La Semilla de Mostaza.
Tenía los precios más caros del mundo, por lo que, en cuestión de artículos de papelería, si una compraba allí, podía mirar por encima del hombro a cualquiera.
—Olvidamos comentar el tema de las invitaciones a su fiesta –dijo Aubie, y a Nora se le paralizó el corazón.
Ella también se había olvidado de las invitaciones y no quería hablar del asunto en presencia de Candi y Merry.
—Ah, sí –dijo.
Merry había trabado conversación con una voluntaria de la mesa de al lado y Candi estaba mirando a su alrededor para ver quién no estaba allí.
—Tampoco las vamos a necesitar –dijo Nora.
—¿No celebrarán ninguna fiesta? –preguntó Aubie sin poder disimular su curiosidad.
—Pues no, este año no habrá fiesta.
—Ya, pero es que...
—Gracias por su llamada, Aubie –dijo ella en un susurro, desconectando el aparato.
—¿Qué es lo que no vais a necesitar? –preguntó Merry, interrumpiendo bruscamente su conversación con la otra mujer para concentrarse en Nora.
—¿Que no habrá fiesta este año? –preguntó Candi, clavando los ojos en los de Nora cual si fueran un radar–. ¿Qué ha ocurrido?
Aprieta los dientes, se dijo Nora en tono apremiante. Piensa en las playas, en la cálida agua salada, en los diez días en el paraíso.
—Pues nada –contestó–. Este año vamos a hacer un crucero en lugar de celebrar la Navidad. Blair se ha ido, ¿sabéis?, y necesitamos tomarnos un respiro.
De repente, la charcutería se quedó en silencio, o eso por lo menos le pareció a Nora. Candi y Merry fruncieron el entrecejo mientras repasaban mentalmente la noticia. Nora, con las palabras de Luther resonando en los oídos, siguió adelante con su ofensiva.
—Diez días en el ‘Island Princess’, un barco de superlujo.
Las Bahamas, Jamaica, Gran Caimán. Ya he adelgazado un kilo y medio –dijo con alegre complacencia.
—¿Que no vais a celebrar la Navidad? –preguntó Merry en tono incrédulo.
—Eso es lo que he dicho –contestó Nora.
Merry era muy rápida en sus juicios y Nora había aprendido hacía años a replicar de inmediato.
Se tensó, preparada para una palabra cortante.
—¿Y cómo te las arreglas para no celebrar la Navidad? –preguntó Merry.
—Te la saltas sin más –contestó Nora como si con eso quedara todo explicado.
—Me parece maravilloso –dijo Candi.
—¿Y qué vamos a hacer en Nochebuena? –preguntó Merry.
—Ya se os ocurrirá algo –dijo Nora–. Hay otras fiestas.
—Pero ninguna como la tuya.
—Eres un cielo.
—¿Cuándo os vais? –preguntó Candi, soñando ahora con las playas sin la necesidad de tener que cargar con montones de parientes políticos durante una semana.
—El mismo día de Navidad. Hacia el mediodía.
Era una hora un poco rara para salir, pensó cuando Luther reservó plaza para el crucero. Si vamos a saltarnos la Navidad, querido, le dijo, ¿por qué no salimos unos cuantos días antes? Y, de paso, nos saltamos la Nochebuena. Nos saltamos todo este insensato jaleo. «¿Y si llama Blair en Nochebuena?«, le contestó él. Además, Biff les rebajaba trescientos noventa y nueve dólares del paquete porque pocas personas viajaban el veinticinco de diciembre. En cualquier caso, las reservas ya estaban hechas y pagadas y no habría ningún cambio.
—Pues entonces, ¿por qué no celebráis la fiesta de Nochebuena? –preguntó Merry, poniéndose un poco pesada, pues temía verse obligada a organizar una por su cuenta.
—Porque no queremos, Merry.
Nos vamos a tomar un respiro y sanseacabó. Un año sin Navidad. Nada. Nada de árbol, ni de pavo ni de regalos. El dinero lo malgastaremos en un crucero. ¿Entendido?
—Yo lo entiendo –dijo Candi–. Ojalá Norman hiciera algo así. Pero ni se le ocurriría, por nada del mundo querría perderse veinte partidas de bolos. No sabes cuánto te envidio, Nora.
Tras lo cual, Merry hincó el diente en su bocadillo de aguacate. Masticó y se puso a mirar a su alrededor. Nora sabía exactamente lo que estaba pensando. ¿A quién se lo voy a contar primero? ¡Los Krank se van a saltar las Navidades! ¡Nada de fiesta! ¡Nada de árbol! Sólo dinero en el bolsillo para poder derrocharlo en un crucero.
Nora también comió, sabiendo que, en cuanto cruzara aquella puerta, el chisme se propagaría por toda la charcutería y, antes de la cena, todas las personas de su mundo se habrían enterado de la noticia. «¿Y qué?«, pensó. Era inevitable, y ¿por qué tanto alboroto? Una mitad se uniría al bando de Candi, ardería de envidia y soñaría con Nora. Y la otra mitad estaría con Merry, aparentemente consternada ante la sola idea de que alguien pudiera saltarse la Navidad, pero incluso en el seno de aquel grupo de críticos Nora sospechaba que muchos envidiarían en secreto su crucero. Y, en cuestión de tres meses, ¿qué más le daría a la gente?
Tras tomar unos cuantos bocados, las tres amigas empujaron los bocadillos a un lado y sacaron los papeles. No se hizo ningún otro comentario acerca de la Navidad, por lo menos no en presencia de Nora. Mientras se alejaba en su automóvil, ésta llamó a Luther para comunicarle la noticia de su más reciente victoria.
Luther iba de un lado para otro. Su secretaria, una bruja de cincuenta años llamada Dox, había replicado en tono sarcástico que se tendría que comprar ella misma un frasco de perfume barato, dado que aquel año Papá Noel no pasaría por allí. Lo habían llamado Scrooge un par de veces, cada vez con el acompañamiento de una carcajada. «Qué original», pensó Luther.
Bien entrada la mañana, Yank Slader entró en el despacho de Luther como si huyera de la persecución de unos encolerizados clientes. Cerró la puerta atisbando con disimulo y se sentó.
—Eres un genio, tío –dijo casi en voz baja.
Yank era especialista en amortizaciones, tenía miedo hasta de su propia sombra y le encantaban las jornadas de dieciocho horas porque su mujer era una arpía de mucho cuidado.
—Por supuesto que lo soy –dijo Luther.
—Anoche regresé a casa muy tarde y, cuando mi mujer se fue a la cama, hice lo mismo que tú. Repasé los números, los extractos del banco y demás, y resultó que había gastado casi siete de los grandes. ¿Cuántos daños sufriste tú?
—Algo más de seis mil.—Increíble, y todo para nada. Me pongo enfermo sólo de pensarlo.
—Haz un crucero –dijo Luther, sabiendo muy bien que la mujer de Yank jamás aceptaría semejante locura. Para ella, las fiestas empezaban a finales de octubre e iban cobrando progresivamente fuerza hasta llegar a la gran explosión, un maratón de diez horas el día de Navidad, con cuatro comidas y la casa abarrotada de gente.
—Hacer un crucero –musitó Yank–. No se me ocurre nada peor.
Encerrado en un barco con Abigail durante diez días. La arrojaría por la borda. Y nadie te lo reprocharía, pensó Luther.
—Siete mil dólares –repitió Yank, ensimismado.
—Ridículo, ¿no te parece? –dijo Luther mientras, por un instante, ambos expertos lamentaban el despilfarro de un dinero tan duramente ganado.
—¿Es tu primer crucero? –preguntó Yank. —Sí.
—Yo jamás he hecho ninguno. No sé si debe de haber gente desparejada a bordo.
—Estoy seguro de que sí. No te exigen ir con pareja. ¿Estás pensando en irte tú solo, Yank? —No lo estoy pensando, lo estoy soñando.
Se perdió en sus pensamientos mientras sus apagados ojos se iluminaban con un destello de esperanza, de diversión, de algo que Luther jamás había visto en él.
Yank abandonó por un instante aquella estancia y sus pensamientos recorrieron velozmente el Caribe, maravillosamente solo sin Abigail.
Luther guardó silencio mientras su compañero soñaba, pero los sueños no tardaron en resultar un poco embarazosos. Por suerte, sonó el teléfono y Yank regresó bruscamente al duro mundo de las tablas de amortización y a una esposa pendenciera. Se levantó como si ya no tuviera nada más que decir. Sin embargo, al llegar a la puerta añadió: —Eres mi héroe, Luther.
Vic Frohmeyer se enteró de los rumores por el señor Scanlon, el jefe de sección de los ‘boy scouts’ del barrio, y por la sobrina de su mujer, que compartía una habitación con una chica que trabajaba a tiempo parcial en La Semilla de Mostaza de Aubie, y por un compañero de la universidad a cuyo hermano le hacía la declaración de la renta alguien de Wiley & Beck. Tres fuentes distintas, lo cual significaba que los rumores tenían que ser ciertos. Krank era muy dueño de hacer cualquier cosa que le saliera de las narices, pero Vic y los restantes vecinos de Hemlock no lo aceptarían sin rechistar.
Frohmeyer era el jefe no elegido de Hemlock. Su chollo en la universidad le permitía disponer de tiempo para otras actividades, y su desbordante energía lo inducía a pasarse el rato en la calle organizando toda suerte de actividades.
Teniendo seis hijos, su casa era el lugar de encuentro por excelencia. Las puertas estaban siempre abiertas y siempre había algún juego en marcha. Como consecuencia de ello, su césped estaba un tanto deteriorado, pero él cuidaba con sumo esmero sus parterres de flores.
Era Frohmeyer quien llevaba a Hemlock a los candidatos para que participaran en las barbacoas de su patio de atrás y para que hicieran sus promesas electorales. Frohmeyer repartía las peticiones llamando de puerta en puerta y era el que animaba a sus convecinos para que se manifestaran en contra de una anexión o a favor de bonos escolares o en contra de una nueva autovía de cuatro carriles situada a varios kilómetros de distancia o a favor de una nueva red de alcantarillado. Frohmeyer llamaba al servicio de limpieza cuando no recogían la basura de algún vecino y, siendo quien era, los asuntos se resolvían rápidamente. Si alguien encontraba un perro extraviado de otra calle, bastaba una llamada de Vic Frohmeyer para que el servicio de Control de Animales se presentara de inmediato. Si veían a un muchacho melenudo con tatuajes y la siniestra pinta propia de un delincuente, Frohmeyer conseguía que la policía le apuntara al pecho con el dedo y le empezara a hacer preguntas.
Si alguien de Hemlock tenía que ingresar en el hospital, los Frohmeyer organizaban las tandas de visitas y de comidas y se encargaban incluso del cuidado del jardín. Cuando se producía un fallecimiento en Hemlock, se encargaban de las flores para el funeral y las visitas al cementerio. Un vecino que necesitara algo podía acudir a los Frohmeyer para lo que fuera.
La idea de los Frostys, los muñecos de nieve, se le había ocurrido a Vic, pero el mérito no era enteramente suyo, pues la había copiado de una zona residencial de Evanston. El mismo Frosty en todos los tejados de Hemlock, un Frosty de algo más de dos metros de altura con una estúpida sonrisa, un sombrero de copa negro y unos gruesos «michelines» en la cintura, iluminado de blanco desde el interior mediante una bombilla de doscientos vatios enroscada en una cavidad cercana al colon de Frosty. Los Frostys de Hemlock habían debutado seis años atrás y habían obtenido un éxito arrollador. Veintiuna casas a un lado y otras tantas al otro, toda la calle bordeada por dos perfectas hileras de Frostys a doce metros de altura del suelo. Dos equipos de telediario habían ofrecido reportajes en directo.
Al año siguiente, la calle Stanton, al sur, y la calle Ackerman, al norte, se adornaron respectivamente con ‘Rudolphs’ y cascabeles de plata, y entonces el municipio, accediendo a los discretos requerimientos de Frohmeyer, empezó a otorgar premios a los mejores adornos del barrio.
Dos años atrás se había producido un desastre cuando se desencadenó un vendaval que envió casi todos los Frostys al distrito colindante. Frohmeyer reunió a los vecinos y el año anterior Hemlock se había adornado con una versión ligeramente más pequeña de Frostys. Sólo dos casas no habían participado.
Cada año Frohmeyer decretaba la fecha en que debían resucitar los Frostys, por lo que, tras haber oído los rumores acerca de Krank y de su crucero, decidió hacerlo de inmediato. Después de cenar redactó una pequeña circular para sus vecinos, cosa que hacía por lo menos un par de veces al mes, hizo cuarenta y una copias y encargó a sus seis hijos la distribución directa a cada casa de Hemlock.
La nota decía: «Apreciado vecino: Mañana los cielos estarán despejados, un excelente momento para devolver a Frosty a la vida. Llame a Marty, a Judd o a mí mismo si necesita ayuda. Vic Frohmeyer.«
Luther tomó la nota que le ofrecía un sonriente chiquillo.
—¿Quién es? –preguntó Nora desde la cocina. —Frohmeyer.
—¿Sobre qué? —Frosty.
Nora se dirigió muy despacio al salón, donde Luther sostenía en la mano la cuartilla como si fuera una convocatoria para formar parte de un jurado. Ambos se miraron asustados y Luther empezó a menear lentamente la cabeza.
—Tienes que hacerlo –le dijo ella.
—No, no lo haré –replicó él con gran firmeza mientras su furia crecía por momentos–. No pienso hacerlo. No permito que Vic Frohmeyer me diga que tengo que adornar mi casa para la Navidad.
—Es sólo colocar a Frosty. —No, es mucho más que eso.
—¿Qué? —Es el principio, Nora. ¿Es que no lo entiendes? Podemos saltarnos la Navidad si nos sale de las puñeteras narices y...
—No digas palabrotas, Luther.
—Y nadie, ni siquiera Vic Frohmeyer, nos lo puede impedir.
–Más gritos–. ¡No quiero que me obliguen a hacer eso!
Estaba señalando hacia el techo con una mano mientras agitaba la nota en la otra. Nora se retiró a la cocina

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