SEGUIMOS CON EL RELATO...
John Grisham - Una Navidad diferente (PARTE 5)
Un Frosty de Hemlock constaba de cuatro piezas: una ancha base redonda, una bola de nieve ligeramente más pequeña que encajaba en la base, después un tronco y después la cabeza con la cara y el sombrero. Cada pieza se podía encajar en la siguiente de mayor tamaño de tal forma que el almacenamiento durante los restantes meses del año no planteaba demasiadas dificultades. Puesto que su precio era de ochenta y ocho dólares con noventa y nueve centavos más gastos de envío, todo el mundo guardaba su Frosty con sumo cuidado. Y los desenvolvía con gran regocijo. Durante toda la tarde se podían ver piezas de Frosty en casi todos los cobertizos de coches de Hemlock y a sus propietarios quitándoles el polvo y comprobando el estado de las piezas. Después los ensamblaban como si fueran auténticos muñecos de nieve, una pieza encima de la otra, hasta que alcanzaban los más de dos metros de altura y quedaban listos para ser colocados en el tejado.
La instalación no era una tarea muy sencilla. Se necesitaba una escalera de mano y una cuerda, más la ayuda de un vecino. Primero se tenía que escalar el tejado con una cuerda alrededor de la cintura y después se izaba a Frosty, que era de plástico duro y pesaba unos veinte kilos, procurando que no sufriera arañazos con las tejas de asfalto. Cuando Frosty llegaba a la cumbre, lo ataban a la chimenea con una cinta de lona que el propio Vic Frohmeyer se había inventado.
Se enroscaba una bombilla de veinte vatios a las entrañas de Frosty y se arrojaba una extensión desde la parte posterior del tejado.
Wes Trogdon era un corredor de seguros que había llamado a la compañía para comunicar que estaba indispuesto para poder sorprender a sus hijos levantando su Frosty primero que nadie. Él y su mujer, Trish, lavaron su muñeco de nieve poco después del almuerzo y, a continuación, bajo la estrecha supervisión de su esposa, Wes trepó al tejado, bregó y efectuó los necesarios ajustes hasta completar la tarea.
Desde doce metros de altura y con una vista espléndida, miró arriba y abajo de Hemlock y se llenó de orgullo al pensar que se había adelantado a todos, incluido Frohmeyer.
Mientras Trish preparaba chocolate caliente, Wes empezó a arrastrar cajas de lucecitas de colores desde el sótano hasta el camino de la entrada, donde las sacó para examinar los circuitos.
Ningún vecino de Hemlock colocaba más lucecitas navideñas que los Trogdon.
Recubrían las paredes del patio, adornaban los arbustos y los árboles, perfilaban la casa y adornaban las ventanas...; el año anterior habían encendido catorce mil luces.
Frohmeyer salió temprano del trabajo para poder supervisar las tareas de Hemlock y se alegró mucho al ver tanta actividad. Se sintió momentáneamente celoso de Trogdon por habérsele adelantado, pero, en realidad, ¿qué más daba?
Ambos no tardaron en unir sus fuerzas en el camino de la entrada de la señora Ellen Mulholland, una encantadora viuda que ya estaba cociendo en el horno unos deliciosos pastelitos de chocolate y nueces. Izaron su Frosty en un abrir y cerrar de ojos, devoraron sus pastelitos y se fueron a prestar ayuda a otro sitio.
Se les unieron algunos niños, entre ellos Spike Frohmeyer, que tenía doce años y el mismo olfato que su padre para la organización y las actividades comunitarias, y, a última hora de la tarde, apuraron el paso yendo de puerta en puerta antes de que la oscuridad se les echara encima y los obligara a ir más despacio.
Al llegar a la casa de los Krank, Spike llamó al timbre pero no obtuvo respuesta.
El Lexus del señor Krank no estaba allí, lo cual no era nada extraño a las cinco de la tarde. Pero el Audi de la señora Krank se encontraba bajo el cobertizo, señal segura de que ella estaba en casa. Las cortinas estaban corridas y las persianas bajadas. Pero nadie abría la puerta, por lo que el grupo se dirigió a casa de los Becker, donde Ned estaba lavando a Frosty mientras su suegra le ladraba instrucciones desde los peldaños de la entrada. —Ya se van –murmuró Nora por el teléfono de su dormitorio.
—¿Por qué hablas en voz baja? –le preguntó Luther un tanto alterado.
—Porque no quiero que me oigan. —¿Quiénes son?
—Creo que Vic Frohmeyer, Wes Trogdon, me parece que ese Brixley del otro extremo de la calle y unos niños.
—Un auténtico grupo de matones, ¿eh?
—Más bien una pandilla callejera. Ahora están en casa de los Becker.
—Que Dios se apiade de ellos. —¿Dónde está Frosty? –preguntó Nora.
—Donde siempre ha estado desde el mes de enero. ¿Por qué?
—No sé. —Tiene gracia, Nora. Hablas en voz baja por teléfono en el interior de una casa cerrada porque nuestros vecinos están yendo de puerta en puerta para ayudar a otros vecinos a colocar un ridículo muñeco de nieve de plástico de dos metros de altura que, por cierto, no tiene absolutamente nada que ver con la Navidad. ¿Lo has pensado alguna vez, Nora? —No.
—Votamos a favor de ‘Rudolph’, ¿recuerdas? —Pues no.
—Tiene gracia. —Pues yo no me río.
—Frosty se va a tomar un año de vacaciones, ¿de acuerdo? La respuesta es no.
Luther colgó suavemente el aparato y trató de concentrarse en su trabajo.
Cuando ya había anochecido, regresó muy despacio a casa, pensando por el camino que era una tontería preocuparse por cuestiones tan intrascendentes como colocar un muñeco de nieve en el tejado. Y se pasó todo el rato pensando en Walt Scheel. «Vamos, Scheel –murmuró para sus adentros–. No me decepciones.«
Walt Scheel era su rival en Hemlock, un malhumorado sujeto que vivía justo delante de ellos, en la acera de enfrente. Dos hijos recién salidos de la universidad, una esposa que luchaba contra un cáncer de mama, un misterioso trabajo en una empresa belga, unos ingresos que, al parecer, se contaban entre los más altos de Hemlock; pero, a pesar de lo que ganaba, Scheel y su mujer querían que sus vecinos creyeran que tenían mucho más.
Si Luther se compraba un Lexus, Scheel se compraba otro. Si Bellington instalaba una piscina, Scheel necesitaba de repente una piscina en el patio de atrás, por prescripción facultativa. Si Sue Kropp, la del extremo oriental, instalaba en su cocina electrodomésticos de diseño –corrían rumores de que se había gastado en ellos ocho mil dólares–, Bev Scheel se gastaba nueve mil seis meses más tarde.
Según algunos testigos, después de la reforma, los platos de Bev, que era una pésima cocinera, sabían peor.
Pero su altivez había sufrido un duro golpe dieciocho meses antes a causa del cáncer de mama. Los Scheel habían sufrido una gran humillación. El hecho de ir siempre por delante de los vecinos ya no tenía importancia. Los objetos eran inútiles. Habían soportado la enfermedad con serena dignidad y, como de costumbre, Hemlock los había apoyado como si fueran de la familia. Tras un año de quimio, la empresa belga había llevado a cabo un reajuste. Cualquiera que fuera el trabajo de Walt, estaba claro que ahora éste desempeñaba una tarea de inferior categoría.
La Navidad anterior los Scheel estaban tan trastornados que apenas pusieron adornos. No colocaron a Frosty, el árbol era casi insignificante y sólo pusieron unas cuantas lucecitas alrededor de la ventana de la fachada, como si la idea se les hubiera ocurrido con retraso.
El año anterior, dos casas de Hemlock no habían colocado Frostys: la de los Scheel y otra del extremo occidental, propiedad de un matrimonio paquistaní que vivió tres meses allí y después se mudó a otro sitio. La casa estaba a la venta y Frohmeyer había considerado incluso la posibilidad de efectuar una incursión nocturna en la casa para colocar en su tejado el Frosty de repuesto que guardaba en el sótano.
—Vamos, Scheel –murmuró mientras circulaba entre el tráfico–. Deja tu Frosty en el sótano.
La idea de Frosty había tenido su gracia seis años atrás, cuando se le ocurrió a Frohmeyer. Ahora era una lata. Pero no para los niños de Hemlock, reconocía Luther. Hacía tres años se había alegrado en su fuero interno cuando las ráfagas de viento habían azotado los tejados y habían enviado volando los Frostys sobre media ciudad.
Enfiló Hemlock y, por lo que pudo ver, la calle estaba flanqueada por muñecos de nieve idénticos, encaramados como luminosos centinelas en lo alto de las casas. Sólo se observaban dos huecos en sus filas: los Scheel y los Krank.
—Gracias, Scheel –murmuró Luther.
Unos niños circulaban en bicicleta. Los vecinos estaban fuera, colocando las luces y conversando por encima de los setos. Una pandilla callejera se estaba reuniendo en el cobertizo de los coches de Scheel, observó Luther mientras aparcaba y se dirigía rápidamente a su casa. Como era de esperar, a los pocos minutos levantaron una escalera de mano y Frohmeyer subió con toda la agilidad de un veterano techador. Luther atisbó a través de las persianas de la puerta principal de su casa. Walt Scheel estaba en el patio de la parte anterior de la casa con unas doce personas y Bev permanecía de pie, en bata, en los peldaños de la entrada. Spike Frohmeyer estaba bregando con una extensión eléctrica. Se oían gritos y risas, todo el mundo le gritaba instrucciones a Frohmeyer mientras izaban el penúltimo Frosty de Hemlock.
Apenas hablaron durante la cena a base de pasta sin salsa y requesón. Nora había adelgazado un kilo y medio y Luther dos. Tras lavar los platos, éste bajó a su trabajo del sótano, donde caminó durante cincuenta minutos quemando trescientas cincuenta calorías, más de las que acababa de consumir. Se duchó y trató de leer un poco.
Cuando la calle se quedó desierta, salió a dar un paseo. No quería ser un prisionero en su propia casa. No se escondería de sus vecinos. No tenía nada que temer de aquella gente.
Experimentó una punzada de remordimiento al contemplar las dos pulcras hileras de muñecos de nieve que vigilaban su pequeña y tranquila calle. Los Trogdon estaban colocando más adornos en su árbol, lo cual le trajo a la memoria algunos lejanos recuerdos de la infancia de Blair y aquellos tiempos tan remotos.
No era de temperamento nostálgico. Se vive la vida de hoy, no la de mañana y tanto menos la de ayer, solía decir. Los cálidos recuerdos fueron rápidamente sustituidos por los pensamientos de las compras, el tráfico y el dinero derrochado. Luther estaba tremendamente orgulloso de su decisión de saltarse un año.
El cinturón le iba un poco más flojo. Las playas lo esperaban.
Una bici apareció de repente como por arte de ensalmo y se detuvo patinando. —Hola, señor Krank.
Era Spike Frohmeyer, regresando sin duda a casa tras algún juvenil encuentro clandestino. El chico dormía menos que su padre y todo el barrio comentaba los paseos nocturnos de Spike. Era un muchacho simpático, pero un tanto indisciplinado.
—Hola, Spike –contestó Luther, conteniendo la respiración–. ¿Qué te trae por aquí?
—Estaba echando un vistazo a las cosas –contestó como si fuera el vigilante oficial del barrio. —¿Qué cosas, Spike?
—Mi padre me ha enviado a la calle Stanton para ver cuántos ‘Rudolphs’ han colocado.
—¿Cuántos? –preguntó Luther, siguiéndole la corriente.
—Ninguno. Les hemos vuelto a ganar.
«Qué noche tan victoriosa celebrarían los Frohmeyer», pensó Luther. Menuda bobada.
—¿Va usted a colocar el suyo, señor Krank?
—Pues no, Spike. Este año no estaremos en la ciudad, no celebraremos la Navidad.
—No sabía que se pudiera hacer eso.
—Estamos en un país libre, Spike, puedes hacer casi lo que quieras.
—Pero usted no se irá hasta el día de Navidad –dijo Spike.
—¿Cómo? —Al mediodía, según he oído decir. Dispone de mucho tiempo para colocar a Frosty. De esta manera, podremos volver a ganar el premio.
Luther hizo una pausa de un segundo y se sorprendió una vez más de la rapidez con la cual los asuntos privados de una persona se podían propagar por el barrio.
—El premio es una exageración, Spike –dijo juiciosamente–. Deja que este año se lleve el premio otra calle. —Creo que tiene usted razón.
—Anda, vete a casa.
El muchacho se alejó en su bicicleta y volvió la cabeza diciendo:
—Hasta luego.
El padre del niño aguardaba al acecho cuando Luther se acercó dando un paseo.
—Buenas noches, Luther –dijo Vic, como si el encuentro fuera puramente fortuito. Estaba apoyado en el buzón de la Correspondencia, situado al final de su camino particular.
—Buenas noches, Vic –contestó Luther, casi a punto de detenerse.
Pero, en el último momento, decidió seguir adelante. Rodeó a Frohmeyer, el cual lo siguió. —¿Cómo está Blair?
—Muy bien, Vic, gracias. ¿Y tus niños?
—Muy animados. Es la mejor época del año, Luther. ¿No lo crees tú así?
Frohmeyer le había dado alcance y ahora ambos caminaban el uno al lado del otro.
—Totalmente. No podría sentirme más feliz. Pero echo de menos a Blair. No será lo mismo sin ella. —Por supuesto que no.
Se habían detenido delante del chalé de los Becker, justo al lado del de Luther, y estaban observando cómo el pobre Ned se mantenía en precario equilibrio en el último escalón de la escalera de mano en un infructuoso intento de colocar una estrella de gran tamaño en la rama más alta del árbol. Su mujer permanecía situada a su espalda ayudándole enormemente con sus instrucciones, aunque sin sujetar ni un solo momento la escalera mientras su suegra se mantenía algo más apartada para dominarlo todo mejor. Parecía inminente un combate a puñetazos.
—Hay ciertas cosas de la Navidad que no voy a echar de menos –dijo Luther. —¿O sea que te la vas a saltar en serio?
—Exactamente, Vic. Y te agradecería mucho que colaboraras un poco.
—No me parece bien y no sé por qué. —Eso no eres tú quien tiene que decidirlo, ¿no crees? —No, claro. —Buenas noches, Vic.
Luther lo dejó allí, contemplando la divertida escena de los Becker.
John Grisham - Una Navidad diferente (PARTE 5)
Un Frosty de Hemlock constaba de cuatro piezas: una ancha base redonda, una bola de nieve ligeramente más pequeña que encajaba en la base, después un tronco y después la cabeza con la cara y el sombrero. Cada pieza se podía encajar en la siguiente de mayor tamaño de tal forma que el almacenamiento durante los restantes meses del año no planteaba demasiadas dificultades. Puesto que su precio era de ochenta y ocho dólares con noventa y nueve centavos más gastos de envío, todo el mundo guardaba su Frosty con sumo cuidado. Y los desenvolvía con gran regocijo. Durante toda la tarde se podían ver piezas de Frosty en casi todos los cobertizos de coches de Hemlock y a sus propietarios quitándoles el polvo y comprobando el estado de las piezas. Después los ensamblaban como si fueran auténticos muñecos de nieve, una pieza encima de la otra, hasta que alcanzaban los más de dos metros de altura y quedaban listos para ser colocados en el tejado.
La instalación no era una tarea muy sencilla. Se necesitaba una escalera de mano y una cuerda, más la ayuda de un vecino. Primero se tenía que escalar el tejado con una cuerda alrededor de la cintura y después se izaba a Frosty, que era de plástico duro y pesaba unos veinte kilos, procurando que no sufriera arañazos con las tejas de asfalto. Cuando Frosty llegaba a la cumbre, lo ataban a la chimenea con una cinta de lona que el propio Vic Frohmeyer se había inventado.
Se enroscaba una bombilla de veinte vatios a las entrañas de Frosty y se arrojaba una extensión desde la parte posterior del tejado.
Wes Trogdon era un corredor de seguros que había llamado a la compañía para comunicar que estaba indispuesto para poder sorprender a sus hijos levantando su Frosty primero que nadie. Él y su mujer, Trish, lavaron su muñeco de nieve poco después del almuerzo y, a continuación, bajo la estrecha supervisión de su esposa, Wes trepó al tejado, bregó y efectuó los necesarios ajustes hasta completar la tarea.
Desde doce metros de altura y con una vista espléndida, miró arriba y abajo de Hemlock y se llenó de orgullo al pensar que se había adelantado a todos, incluido Frohmeyer.
Mientras Trish preparaba chocolate caliente, Wes empezó a arrastrar cajas de lucecitas de colores desde el sótano hasta el camino de la entrada, donde las sacó para examinar los circuitos.
Ningún vecino de Hemlock colocaba más lucecitas navideñas que los Trogdon.
Recubrían las paredes del patio, adornaban los arbustos y los árboles, perfilaban la casa y adornaban las ventanas...; el año anterior habían encendido catorce mil luces.
Frohmeyer salió temprano del trabajo para poder supervisar las tareas de Hemlock y se alegró mucho al ver tanta actividad. Se sintió momentáneamente celoso de Trogdon por habérsele adelantado, pero, en realidad, ¿qué más daba?
Ambos no tardaron en unir sus fuerzas en el camino de la entrada de la señora Ellen Mulholland, una encantadora viuda que ya estaba cociendo en el horno unos deliciosos pastelitos de chocolate y nueces. Izaron su Frosty en un abrir y cerrar de ojos, devoraron sus pastelitos y se fueron a prestar ayuda a otro sitio.
Se les unieron algunos niños, entre ellos Spike Frohmeyer, que tenía doce años y el mismo olfato que su padre para la organización y las actividades comunitarias, y, a última hora de la tarde, apuraron el paso yendo de puerta en puerta antes de que la oscuridad se les echara encima y los obligara a ir más despacio.
Al llegar a la casa de los Krank, Spike llamó al timbre pero no obtuvo respuesta.
El Lexus del señor Krank no estaba allí, lo cual no era nada extraño a las cinco de la tarde. Pero el Audi de la señora Krank se encontraba bajo el cobertizo, señal segura de que ella estaba en casa. Las cortinas estaban corridas y las persianas bajadas. Pero nadie abría la puerta, por lo que el grupo se dirigió a casa de los Becker, donde Ned estaba lavando a Frosty mientras su suegra le ladraba instrucciones desde los peldaños de la entrada. —Ya se van –murmuró Nora por el teléfono de su dormitorio.
—¿Por qué hablas en voz baja? –le preguntó Luther un tanto alterado.
—Porque no quiero que me oigan. —¿Quiénes son?
—Creo que Vic Frohmeyer, Wes Trogdon, me parece que ese Brixley del otro extremo de la calle y unos niños.
—Un auténtico grupo de matones, ¿eh?
—Más bien una pandilla callejera. Ahora están en casa de los Becker.
—Que Dios se apiade de ellos. —¿Dónde está Frosty? –preguntó Nora.
—Donde siempre ha estado desde el mes de enero. ¿Por qué?
—No sé. —Tiene gracia, Nora. Hablas en voz baja por teléfono en el interior de una casa cerrada porque nuestros vecinos están yendo de puerta en puerta para ayudar a otros vecinos a colocar un ridículo muñeco de nieve de plástico de dos metros de altura que, por cierto, no tiene absolutamente nada que ver con la Navidad. ¿Lo has pensado alguna vez, Nora? —No.
—Votamos a favor de ‘Rudolph’, ¿recuerdas? —Pues no.
—Tiene gracia. —Pues yo no me río.
—Frosty se va a tomar un año de vacaciones, ¿de acuerdo? La respuesta es no.
Luther colgó suavemente el aparato y trató de concentrarse en su trabajo.
Cuando ya había anochecido, regresó muy despacio a casa, pensando por el camino que era una tontería preocuparse por cuestiones tan intrascendentes como colocar un muñeco de nieve en el tejado. Y se pasó todo el rato pensando en Walt Scheel. «Vamos, Scheel –murmuró para sus adentros–. No me decepciones.«
Walt Scheel era su rival en Hemlock, un malhumorado sujeto que vivía justo delante de ellos, en la acera de enfrente. Dos hijos recién salidos de la universidad, una esposa que luchaba contra un cáncer de mama, un misterioso trabajo en una empresa belga, unos ingresos que, al parecer, se contaban entre los más altos de Hemlock; pero, a pesar de lo que ganaba, Scheel y su mujer querían que sus vecinos creyeran que tenían mucho más.
Si Luther se compraba un Lexus, Scheel se compraba otro. Si Bellington instalaba una piscina, Scheel necesitaba de repente una piscina en el patio de atrás, por prescripción facultativa. Si Sue Kropp, la del extremo oriental, instalaba en su cocina electrodomésticos de diseño –corrían rumores de que se había gastado en ellos ocho mil dólares–, Bev Scheel se gastaba nueve mil seis meses más tarde.
Según algunos testigos, después de la reforma, los platos de Bev, que era una pésima cocinera, sabían peor.
Pero su altivez había sufrido un duro golpe dieciocho meses antes a causa del cáncer de mama. Los Scheel habían sufrido una gran humillación. El hecho de ir siempre por delante de los vecinos ya no tenía importancia. Los objetos eran inútiles. Habían soportado la enfermedad con serena dignidad y, como de costumbre, Hemlock los había apoyado como si fueran de la familia. Tras un año de quimio, la empresa belga había llevado a cabo un reajuste. Cualquiera que fuera el trabajo de Walt, estaba claro que ahora éste desempeñaba una tarea de inferior categoría.
La Navidad anterior los Scheel estaban tan trastornados que apenas pusieron adornos. No colocaron a Frosty, el árbol era casi insignificante y sólo pusieron unas cuantas lucecitas alrededor de la ventana de la fachada, como si la idea se les hubiera ocurrido con retraso.
El año anterior, dos casas de Hemlock no habían colocado Frostys: la de los Scheel y otra del extremo occidental, propiedad de un matrimonio paquistaní que vivió tres meses allí y después se mudó a otro sitio. La casa estaba a la venta y Frohmeyer había considerado incluso la posibilidad de efectuar una incursión nocturna en la casa para colocar en su tejado el Frosty de repuesto que guardaba en el sótano.
—Vamos, Scheel –murmuró mientras circulaba entre el tráfico–. Deja tu Frosty en el sótano.
La idea de Frosty había tenido su gracia seis años atrás, cuando se le ocurrió a Frohmeyer. Ahora era una lata. Pero no para los niños de Hemlock, reconocía Luther. Hacía tres años se había alegrado en su fuero interno cuando las ráfagas de viento habían azotado los tejados y habían enviado volando los Frostys sobre media ciudad.
Enfiló Hemlock y, por lo que pudo ver, la calle estaba flanqueada por muñecos de nieve idénticos, encaramados como luminosos centinelas en lo alto de las casas. Sólo se observaban dos huecos en sus filas: los Scheel y los Krank.
—Gracias, Scheel –murmuró Luther.
Unos niños circulaban en bicicleta. Los vecinos estaban fuera, colocando las luces y conversando por encima de los setos. Una pandilla callejera se estaba reuniendo en el cobertizo de los coches de Scheel, observó Luther mientras aparcaba y se dirigía rápidamente a su casa. Como era de esperar, a los pocos minutos levantaron una escalera de mano y Frohmeyer subió con toda la agilidad de un veterano techador. Luther atisbó a través de las persianas de la puerta principal de su casa. Walt Scheel estaba en el patio de la parte anterior de la casa con unas doce personas y Bev permanecía de pie, en bata, en los peldaños de la entrada. Spike Frohmeyer estaba bregando con una extensión eléctrica. Se oían gritos y risas, todo el mundo le gritaba instrucciones a Frohmeyer mientras izaban el penúltimo Frosty de Hemlock.
Apenas hablaron durante la cena a base de pasta sin salsa y requesón. Nora había adelgazado un kilo y medio y Luther dos. Tras lavar los platos, éste bajó a su trabajo del sótano, donde caminó durante cincuenta minutos quemando trescientas cincuenta calorías, más de las que acababa de consumir. Se duchó y trató de leer un poco.
Cuando la calle se quedó desierta, salió a dar un paseo. No quería ser un prisionero en su propia casa. No se escondería de sus vecinos. No tenía nada que temer de aquella gente.
Experimentó una punzada de remordimiento al contemplar las dos pulcras hileras de muñecos de nieve que vigilaban su pequeña y tranquila calle. Los Trogdon estaban colocando más adornos en su árbol, lo cual le trajo a la memoria algunos lejanos recuerdos de la infancia de Blair y aquellos tiempos tan remotos.
No era de temperamento nostálgico. Se vive la vida de hoy, no la de mañana y tanto menos la de ayer, solía decir. Los cálidos recuerdos fueron rápidamente sustituidos por los pensamientos de las compras, el tráfico y el dinero derrochado. Luther estaba tremendamente orgulloso de su decisión de saltarse un año.
El cinturón le iba un poco más flojo. Las playas lo esperaban.
Una bici apareció de repente como por arte de ensalmo y se detuvo patinando. —Hola, señor Krank.
Era Spike Frohmeyer, regresando sin duda a casa tras algún juvenil encuentro clandestino. El chico dormía menos que su padre y todo el barrio comentaba los paseos nocturnos de Spike. Era un muchacho simpático, pero un tanto indisciplinado.
—Hola, Spike –contestó Luther, conteniendo la respiración–. ¿Qué te trae por aquí?
—Estaba echando un vistazo a las cosas –contestó como si fuera el vigilante oficial del barrio. —¿Qué cosas, Spike?
—Mi padre me ha enviado a la calle Stanton para ver cuántos ‘Rudolphs’ han colocado.
—¿Cuántos? –preguntó Luther, siguiéndole la corriente.
—Ninguno. Les hemos vuelto a ganar.
«Qué noche tan victoriosa celebrarían los Frohmeyer», pensó Luther. Menuda bobada.
—¿Va usted a colocar el suyo, señor Krank?
—Pues no, Spike. Este año no estaremos en la ciudad, no celebraremos la Navidad.
—No sabía que se pudiera hacer eso.
—Estamos en un país libre, Spike, puedes hacer casi lo que quieras.
—Pero usted no se irá hasta el día de Navidad –dijo Spike.
—¿Cómo? —Al mediodía, según he oído decir. Dispone de mucho tiempo para colocar a Frosty. De esta manera, podremos volver a ganar el premio.
Luther hizo una pausa de un segundo y se sorprendió una vez más de la rapidez con la cual los asuntos privados de una persona se podían propagar por el barrio.
—El premio es una exageración, Spike –dijo juiciosamente–. Deja que este año se lleve el premio otra calle. —Creo que tiene usted razón.
—Anda, vete a casa.
El muchacho se alejó en su bicicleta y volvió la cabeza diciendo:
—Hasta luego.
El padre del niño aguardaba al acecho cuando Luther se acercó dando un paseo.
—Buenas noches, Luther –dijo Vic, como si el encuentro fuera puramente fortuito. Estaba apoyado en el buzón de la Correspondencia, situado al final de su camino particular.
—Buenas noches, Vic –contestó Luther, casi a punto de detenerse.
Pero, en el último momento, decidió seguir adelante. Rodeó a Frohmeyer, el cual lo siguió. —¿Cómo está Blair?
—Muy bien, Vic, gracias. ¿Y tus niños?
—Muy animados. Es la mejor época del año, Luther. ¿No lo crees tú así?
Frohmeyer le había dado alcance y ahora ambos caminaban el uno al lado del otro.
—Totalmente. No podría sentirme más feliz. Pero echo de menos a Blair. No será lo mismo sin ella. —Por supuesto que no.
Se habían detenido delante del chalé de los Becker, justo al lado del de Luther, y estaban observando cómo el pobre Ned se mantenía en precario equilibrio en el último escalón de la escalera de mano en un infructuoso intento de colocar una estrella de gran tamaño en la rama más alta del árbol. Su mujer permanecía situada a su espalda ayudándole enormemente con sus instrucciones, aunque sin sujetar ni un solo momento la escalera mientras su suegra se mantenía algo más apartada para dominarlo todo mejor. Parecía inminente un combate a puñetazos.
—Hay ciertas cosas de la Navidad que no voy a echar de menos –dijo Luther. —¿O sea que te la vas a saltar en serio?
—Exactamente, Vic. Y te agradecería mucho que colaboraras un poco.
—No me parece bien y no sé por qué. —Eso no eres tú quien tiene que decidirlo, ¿no crees? —No, claro. —Buenas noches, Vic.
Luther lo dejó allí, contemplando la divertida escena de los Becker.