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Una Navidad diferente (PARTE 7)

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1Una Navidad diferente (PARTE 7) Empty Una Navidad diferente (PARTE 7) Lun 20 Dic 2010, 14:09

CRISALIDA

CRISALIDA
COLABORADOR ESPECIAL.
COLABORADOR ESPECIAL.

John Grisham - Una Navidad diferente (PARTE 7)

El oficial se llamaba Salino y se presentaba cada año. Era fornido, no llevaba armas ni chaleco antibalas, ni maza ni porra, ni esposas ni radiotransmisor, ninguno de los artilugios que sus compañeros de profesión gustaban de ajustarse al cinturón y al cuerpo. A Salino no le sentaba nada bien el uniforme, pero llevaba tanto tiempo en tal situación que a nadie le importaba.
Patrullaba por la zona sudeste, los distritos que rodeaban Hemlock, las prósperas zonas residenciales en las que el único delito era el robo de alguna que otra moto o algún que otro automóvil deportivo.
El compañero de Salino de aquella noche era un corpulento joven que mantenía las mandíbulas fuertemente apretadas y por encima del cuello de cuya camisa azul marino asomaba un grueso michelín de músculo. Se llamaba Treen y llevaba puestos todos los dispositivos y trastos de los que Salino había prescindido.
Cuando los vio por el cristal de la puerta principal de su casa llamando al timbre, Luther pensó inmediatamente en Frohmeyer.
Frohmeyer era capaz de conseguir que la policía acudiera a Hemlock con más rapidez que el mismísimo comisario.
Abrió la puerta, los recibió con los consabidos saludos y las buenas noches y les franqueó la entrada. No le apetecía que entraran, pero sabía que no se irían hasta
que hubieran terminado el ritual.
Treen sostenía en la mano un sencillo tubo blanco de plástico que contenía el calendario.
Nora, que justo unos segundos atrás estaba viendo la televisión con su marido, había desaparecido como por arte de ensalmo, pero Luther sabía que se encontraba al otro lado de la puerta–ventana, en la cocina, sin perderse ni una sola palabra.
Salino fue el encargado de hablar. Luther pensó que ello se debía probablemente a que su compañero tenía un vocabulario muy limitado. La Asociación Benéfica de la Policía estaba trabajando una vez más a toda marcha con toda suerte de maravillosas iniciativas en favor de la comunidad. Juguetes para los niños. Cestas navideñas para los más desfavorecidos. Visitas de Papá Noel. Pistas de patinaje sobre hielo. Visitas al zoo, regalos para los ancianos de las residencias y para los veteranos de guerra ingresados en los hospitales. Salino ya había terminado su discurso. El mismo que Luther había oído otras veces. Para sufragar en parte los gastos de sus proyectos de aquel año la Asociación Benéfica de la Policía había editado una vez más un precioso calendario para el nuevo año, en el que se mostraba una vez más a algunos de sus miembros en acción al servicio de la gente.
Acto seguido, Treen sacó el calendario de Luther, lo desenrolló y fue pasando las hojas de gran tamaño mientras Salino iba dando las correspondientes explicaciones.
La página del mes de enero presentaba a un guardia urbano con una cordial sonrisa en los labios haciendo señas con la mano para que los pequeños de un parvulario cruzaran la calle. La página de febrero mostraba a un agente todavía más corpulento que Treen ayudando a un automovilista en apuros a cambiar un neumático. En medio de aquel esfuerzo, todavía le quedaban ánimos para sonreír. Marzo presentaba una tensa escena de un accidente nocturno con luces que parpadeaban por todas partes y tres hombres uniformados de azul hablando entre sí con el entrecejo fruncido.
Luther admiró las fotografías y el arte con que se habían realizado sin decir ni una sola palabra mientras los meses iban pasando. ¿Y qué ha sido de los ‘slips’ con estampado de piel de leopardo?, hubiera querido preguntar. ¿O de las escenas en la sauna? ¿O del guardaespaldas con sólo una toalla alrededor de la cintura? Tres años atrás, la A.B.P. había sucumbido a unos gustos más modernos y había publicado un calendario lleno de fotografías de sus miembros más jóvenes y esbeltos, todos prácticamente en cueros, la mitad de ellos sonriendo estúpidamente ante la cámara y la otra mitad luchando contra la torturada apariencia del «me revienta posar como modelo» dictado por la moda contemporánea.
Eran unas escenas prácticamente pornográficas y el periódico local llegó incluso a publicar en la primera plana un gran reportaje acerca de ellas.
De la noche a la mañana, se armó un escándalo mayúsculo. El alcalde estaba furioso y el Ayuntamiento se vio inundado de quejas.
El director de la A.B.P. fue despedido de inmediato. Los ejemplares no distribuidos del calendario fueron quemados y la emisora local de televisión filmó en directo la escena.
Nora conservó los suyos en el sótano, donde los estuvo contemplando en secreto hasta el mes de septiembre.
El calendario de los chicos musculosos fue un desastre económico para todos los interesados, pero dio lugar a un aumento de interés al año siguiente. Las ventas casi se duplicaron.
Luther compraba uno cada año, pero sólo porque era lo obligado.
Curiosamente, los calendarios no llevaban la etiqueta del precio; por lo menos, los que entregaban personalmente los tipos como Salino y Treen. Su toque personal costaba algo más, una capa adicional de buena voluntad que las personas como Luther entregaban simplemente porque eso era lo que se solía hacer habitualmente. Y precisamente este obligado y descarado soborno era lo que Luther no soportaba. El año anterior había firmado un cheque por valor de cien dólares en favor de la A.B.P. pero este año no lo haría.
En cuanto terminó la presentación, Luther echó los hombros hacia atrás y dijo: —No me hace falta.
Salino ladeó la cabeza como si no le hubiera entendido bien. El cuello de Treen se hinchó un poco más.
El rostro de Salino se transformó en una relamida sonrisa.
Puede que no le haga falta, decía la sonrisa, pero lo comprará de todos modos. —¿Y eso por qué? –preguntó el agente.
—Ya tengo un calendario para el año que viene.
Era la primera noticia para Nora, que contenía la respiración mordiéndose una uña. —Pero no como éste –consiguió mascullar Treen.
Salino le dirigió una mirada que decía: «¡Cállate!«
—Tengo dos calendarios en mi despacho y dos en mi escritorio –dijo Luther–. Tenemos uno junto al teléfono de la cocina. Mi reloj me dice exactamente en qué día estamos al igual que mi ordenador.
Hace años que no me pierdo un solo día.
—Estamos recaudando fondos para los niños lisiados, señor Krank –dijo Salino con voz súbitamente suave y chirriante.
A Nora le asomó una lágrima.
—Nosotros ya entregamos donativos para los niños lisiados, agente –replicó Luther–. A través de United Way, la Iglesia y los impuestos hacemos donativos a todos los grupos desfavorecidos que se pueda usted imaginar.
—¿No está usted orgulloso de su policía? –preguntó Treen con aspereza, repitiendo sin duda una frase que le debía de haber oído utilizar a Salino.
Luther hizo una pausa de un segundo para tranquilizarse. Como si el hecho deadquirir un calendario fuera la única manera de medir el orgullo que le inspiraban las fuerzas policiales locales. Como si el hecho de pagar un soborno en su salón fuera una demostración de que él, Luther Krank, respaldaba totalmente a los chicos de azul.
—El año pasado pagué mil trescientos dólares en concepto de impuestos municipales –dijo Luther, clavando sus ojos encendidos de rabia en el joven Treen–. Una parte de los cuales sirvieron para pagar su sueldo. Otra parte fue para los bomberos, los conductores de ambulancias, los profesores de las escuelas, los empleados del servicio de recogida de basura, los barrenderos, el alcalde y su amplio equipo de colaboradores, los jueces, los alguaciles, los funcionarios de prisiones, todo el ejército de administrativos del Ayuntamiento y todos los trabajadores del hospital Mercy. Todos ellos desarrollan una gran labor. Usted, señor, desarrolla una gran labor.Estoy orgulloso de todos los funcionarios municipales. ¿Pero qué tiene que ver un calendario con todo eso?
Estaba claro que a Treen jamás se lo habían explicado de una manera tan lógica, por lo que el agente no supo qué contestar. Y Salino tampoco. Se produjo una tensa pausa.
Al ver que no se le ocurría ninguna respuesta inteligente, Treen también se enfureció y decidió tomar el número de la matrícula de Krank, tenderle una emboscada en algún sitio y sorprenderle tal vez superando el límite de velocidad o saltándose un semáforo.
Obligarlo a detenerse, esperar a que hiciera un sarcástico comentario, sacarlo a la fuerza del vehículo, empujarlo contra el capó, colocarle las esposas y enviarlo a la cárcel.
Aquellos placenteros pensamientos lo indujeron a esbozar una sonrisa. En cambio, Salino no sonreía. Había oído los rumores acerca de Luther Krank y sus planes para saltarse la Navidad. Frohmeyer se lo había dicho. Había pasado por allí la víspera y había visto la preciosa casa sin adornar y sin Frosty, sola y tranquila, pero extrañamente distinta.
—Siento mucho que piense estas cosas –dijo apenado Salino–. Lo único que pretendemos es reunir un poco más de dinero para los niños necesitados.
Nora hubiera deseado irrumpir en la estancia diciendo: «¡Aquí tiene un cheque! ¡Deme el calendario!« Pero no lo hizo porque las consecuencias hubieran sido muy desagradables.
Luther asintió con la cabeza apretando las mandíbulas y mirando sin pestañear mientras Treen empezaba a enrollar teatralmente el calendario que ahora le endilgarían a otro. Bajo el peso de sus manazas, el calendario crujió y se arrugó mientras se iba haciendo cada vez más pequeño. Al final, su diámetro quedó reducido al de un palo de escoba y Treen lo volvió a introducir en su tubo y colocó un tapón en su extremo. Una vez finalizada la ceremonia, llegó la hora de retirarse.
—Felices fiestas –dijo Salino. —¿La policía sigue patrocinando aquel equipo de béisbol para huérfanos? – preguntó Luther.—Por supuesto que sí –contestó Treen.
—Pues entonces vuelvan en primavera y les entregaré un cheque de cien dólares para los uniformes.
Sus palabras no sirvieron para ablandar a los agentes, los cuales no consiguieron ni siquiera darle las gracias. En su lugar, asintieron con la cabeza y se miraron el uno al otro.
La situación era muy embarazosa cuando Luther los acompañó a la puerta sin que nadie dijera nada, sólo con el irritante ruidito que hacía Treen golpeándose la pierna con el tubo del calendario como si fuera un aburrido agente con una porra, a la espera de alguna cabeza que machacar.—Eran sólo cien dólares –dijo severamente Nora, entrando de nuevo en la estancia.
Luther estaba atisbando a través de la persiana para cerciorarse de que efectivamente ya se hubieran ido.
—No, querida, era mucho más que eso –dijo en tono satisfecho, como si la situación hubiera sido muy complicada y sólo él hubiera comprendido su verdadero alcance–.
¿Qué tal un yogur?
Para los que se morían de hambre, la perspectiva de la comida borraba cualquier otro pensamiento.
Cada noche se premiaban con un tarrito de una pobre imitación de yogur de frutas desnatado que ellos saboreaban como si fuera la última comida de su vida.
Luther había adelgazado tres kilos y medio y Nora tres.
Estaban recorriendo el barrio en un camión de reparto, en busca de objetivos. Diez de ellos ocupaban la parte de atrás tumbados sobre balas de heno, cantando mientras el vehículo seguía avanzando.
Bajo los ‘quilts’ algunas manos se entrelazaban y algunos muslos se palpaban, pero la diversión era inofensiva, por lo menos, de momento. A fin de cuentas, todos pertenecían a la Iglesia luterana. Su jefa estaba sentada al volante y a su lado se encontraba la esposa del pastor, que también se encargaba de tocar el órgano los domingos por la mañana en la iglesia.
El camión giró en Hemlock e inmediatamente vieron el objetivo.
Aminoraron la velocidad mientras se acercaban a la casa sin adornos de los Krank. Por suerte, Walt Scheel estaba en el jardín luchando con una extensión unos dos metros y medio demasiado corta para poder conectar la electricidad del garaje con su seto de boj, en torno al cual había entretejido cuidadosamente cuatrocientas nuevas bombillitas de color verde. Puesto que Krank no iba a adornar su casa, él había decidido adornar la suya con renovado entusiasmo.
—¿Está en casa esa gente? –le preguntó la conductora a Walt cuando el camión se detuvo.Estaba señalando con la cabeza hacia la casa de los Krank. —Sí. ¿Por qué?
—Ah, pues porque hemos salido a cantar villancicos. Aquí tenemos a un joven grupo de la iglesia luterana de Saint Mark’s.
Walt esbozó de repente una sonrisa y soltó el cordón. «Qué estupendo –pensó–. Krank cree que es muy fácil huir de la Navidad.«
—¿Son judíos? –preguntó la conductora.—No.—¿Budistas o algo por el estilo?
—No, de ninguna manera. En realidad, son metodistas. Este año se quieren saltar la Navidad.—¿Cómo dice?
—Ya me ha oído. –Walt se encontraba de pie junto a la portezuela del conductor, sonriendo de oreja a oreja–. Es un tipo un poco raro. Quiere saltarse la Navidad para poder gastarse el dinero en un crucero.
La conductora y la esposa del pastor dirigieron una prolongada y severa mirada a la casa de los Krank, situada en la otra acera.
Los muchachos de la parte de atrás habían dejado de cantar y estaban escuchando atentamente la conversación. Las ruedas estaban girando.
—Creo que unos cantores de villancicos les harían mucho bien –añadió servicialmente Scheel–. Adelante.
El camión se vació y los chicos corrieron a la acera para detenerse cerca del buzón de los Krank.—Un poco más cerca –les gritó Scheel–. No les importará.Se situaron en fila cerca de la casa, junto al parterre de flores preferido de Luther. Scheel corrió a la puerta de su casa y le dijo a Bev que avisara a Frohmeyer.Luther estaba rebañando los lados de su tarrito de yogur cuando oyó un estruendo muy cerca de él.Los cantores de villancicos iniciaron su sonoro ataque con gran rapidez, entonando la primera estrofa de ‘Dios os conceda la paz, joviales caballeros’.
Los Krank se agacharon. Después abandonaron a toda prisa la cocina, Luther en cabeza y Nora detrás hasta llegar al salón, donde se acercaron a la ventana de la fachada cuyas persianas estaban, afortunadamente, bajadas.
—Cantores de villancicos –murmuró Luther, retrocediendo–.Justo al lado de nuestros enebros.—Qué bonito –dijo Nora en un susurro.
—¿Bonito? Están invadiendo nuestra propiedad. Es una encerrona.
—No están invadiendo nada.
—Pues claro que sí. Están en nuestra casa sin que los hayamos invitado. Alguien les ha dicho que vinieran, probablemente Frohmeyer o Scheel.
—Los cantores de villancicos no invaden las casas –insistió en decir Nora en un susurro casi inaudible.—Yo sé lo que me digo.
—Pues entonces llama a tus amigos de la policía.
—Puede que lo haga –murmuró Luther, atisbando de nuevo a través de la persiana.—Aún no es demasiado tarde para comprar un calendario.
Todo el clan de los Frohmeyer salió en tropel, encabezado por Spike sobre su monopatín. Para cuando se situaron detrás de los cantores de villancicos, los Trogdon ya habían oído el alboroto y se estaban incorporando al grupo. A continuación, salieron los Becker remolcando a la suegra y, detrás de ésta, Rocky, el que había abandonado la escuela.
‘Navidad, Navidad’, fue el siguiente, en una animada y vibrante interpretación inspirada sin duda en la expectación que se había creado. La directora del coro invitó a los vecinos a acompañarlos, cosa que éstos hicieron con gran entusiasmo. Cuando se iniciaron los acordes de ‘Noche de paz’, ya se habían congregado por lo menos treinta personas. Los cantores desafinaban bastante, pero a los vecinos les importaba un bledo.Cantaban a voz en grito para hacer sufrir al viejo Luther.
A los veinte minutos, Nora no pudo más y se fue a la ducha. Luther fingió leer una revista en su sillón, pero cada villancico sonaba más alto que el anterior. Se puso hecho una furia y empezó a soltar maldiciones por lo bajo. La última vez que atisbó a través de la persiana, la gente ocupaba todo el césped, sonreía y profería gritos contra su casa.
Cuando empezaron a cantar ‘Frosty, el muñeco de nieve’, bajó a su despacho del sótano y sacó la botella de coñac.

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