YO LE MOSTRARÉ la habitación de Llewelyn —dijo a la recepcionista, inclinándose para coger el caballete y dos de las maletas—. Después envía a Jan, ¿de acuerdo?
Si no hubiera tenido equipaje, le habría resultado más fácil irse. Pero cuando vio, desolada, que Math Powys cogía la llave y abandonaba el vestíbulo, pensó que ella misma se había metido en aquel lío. Había bajado todo el equipaje antes de tocar el timbre de recepción, siguiendo una maniobra psicológica que Raymond le había enseñado. Pero su truco se había vuelto contra ella.
Intentó negarse, pero entonces sintió algo extraño. Una inmovilidad, una especie de letargo que le impedía irse de aquel lugar, como si una parte oculta de su mente estuviera determinada a enfrentarse al peligro. Aunque no comprendía el motivo. Parecía tener los labios sellados y sentía el cuerpo más pesado, impidiéndole cualquier intento de resistir.
—La habitación de Llewelyn —dijo Olwen, con aprobación—. No la de Llewelyn ap Gruffydd, por supuesto. Ésa es demasiado antigua.
Elain apartó la mirada de Math Powys, que ya desaparecía.
—¿De verdad? —preguntó, aunque no había escuchado nada—. ¿Puedo usar el teléfono?
Quería hablar con Raymond, convencida de que si le explicaba lo que ocurría le ordenaría que volviera
—Está ahí encima —le indicó Olwen.
El antiguo teléfono de color negro, sin disco para marcar, estaba sobre una mesita entre dos sofás, cerca de la puerta. Elain se desanimó al verlo.
—Tengo que marcar yo el número desde la oficina. Es un sistema un poco anticuado —le sonrió.
Pareció notar la vacilación de Elain.
—Pero será mejor que siga a Math y vea su habitación —continuó—. La cena estará enseguida. Le diré a Myfanwy que hay una persona más.
Elain cogió el bolso y la caja de pinturas y siguió a Math Powys hasta la habitación.
El ascensor parecía propio de una película inglesa de los años treinta, y no pudo evitar sentirse cautivada por su encantador aspecto. Le encantaban las películas de aquella época. Sally tenía una enorme colección de películas de video, y Elain veía siempre las que estaban en blanco y negro. Math Powys dejó las maletas en el suelo para abrirle la puerta, y cuando ambos entraron y la puerta volvió a cerrarse, Elain se dio cuenta de lo pequeño que resultaba. Lo habían construido en el hueco de la escalera y tenía el tamaño aproximado de dos ataúdes.
—¿Es usted pintora? —preguntó él.
Tenía la voz suave y profunda típica de los galeses, pero sin el mismo acento musical.
Elain asintió, agradeciendo poder decir la verdad. Le daba la impresión de que aquel hombre era capaz de descubrir en pocos minutos si alguien le mentía. Ya había pulsado el botón, pero parecía que el ascensor tardaba algún tiempo en ponerse en marcha.
—Así es —dijo con cierta torpeza.
Se sentía intimidada al estar tan cerca de él, y le costó hablar.
Con un repentino estruendo, el ascensor empezó a subir.
—Aquí encontrará muchas cosas que pintar. Pero supongo que ya lo sabrá, o de lo contrario no habría venido. ¿Había estado antes en el White Lady?
Sólo quería entablar conversación pero ella sentía que el corazón le iba a estallar. Podía notar el sudor en la frente y bajo los brazos. Se encontraba incluso mareada. Pero se dijo que aquélla era una reacción ridícula, ya que era imposible que él supiera por qué estaba allí.
Se echó hacia atrás un mechón de pelo.
—No —respondió.
El sonrió y se giró cuando el ascensor chirrió, antes de detenerse.
—Resulta más conveniente no coger el ascensor, a menos que se lleve equipaje —dijo.
Le abrió la puerta y volvió a coger el equipaje, después la guió a lo largo de un vestíbulo revestido en madera, hasta la habitación que se encontraba al final.
Al entrar, Elain creyó encontrarse en otro siglo. Las paredes eran de piedra, y estaban cubiertas por tapices bordados. El suelo era de madera oscura y había un par de alfombras pequeñas; unos hermosos retratos al óleo del siglo diecisiete adornaban las paredes; había un antiguo baúl con cajones, un espejo de cuerpo entero con el pie de madera de roble, y un pequeño baúl del mismo material, a los pies de la cama. La cama estaba instalada contra la única pared revestida de madera, y la colcha, en tonos verdes, hacía juego con las cortinas y la tela del dosel. En las paredes exteriores, de al menos dos metros de grosor, había dos ventanas arqueadas, con cristales emplomados, y una pequeña chimenea que parecía mantenerse intacta desde hacía cientos de años. Elain se quedó boquiabierta al contemplar la habitación.
—¡Es preciosa! —dijo, casi sin aliento.
Le encantaban las cosas antiguas, y aquella habitación desprendía la paz que, aun sin ser consciente, necesitaba.
—Sí —asintió Powys—. Esta habitación la hemos restaurado. El resto aún no está del todo modernizado. No me gusta trabajar con varias habitaciones a la vez.
Dejó las maletas en el suelo y cruzó la habitación para descorrer las cortinas. Frente a ellos apareció el valle, cubierto de nubes que oscurecían el cielo. Más allá se veía un reflejo de luces azules y rosadas que indicaban que el sol comenzaba a ocultarse.
Abrió una de las ventanas. De inmediato, el viento les llevó el canto de un mirlo y el balido de una oveja, que parecía demasiado cercano para proceder del valle. Durante un momento contempló el paisaje, sin hacer caso de las gotas de lluvia que caían sobre él, Después se dio la vuelta.
—Cadair Iris —anunció.
Sonrió, invitando a Elain a acercarse a la ventana.
Aquello era más de lo que ella podía soportar, de modo que fingió no haberse dado cuenta. Fue hacia la otra ventana y la abrió. Contempló las montañas más allá del valle, apenas visibles con la bruma. Las pocas zonas que se vislumbraban era de una oscura tonalidad púrpura.
—¿Dónde? —preguntó.
Enseguida deseó no haberlo hecho, porque él se acercó para indicarle el lugar exacto, pasando el brazo por encima de su hombro.
—Aquella forma alargada —dijo—, La cima está completamente cubierta.
No la había rozado, aunque se sentía como si lo hubiera hecho, Un hormigueo le recorrió la piel.
—No parece muy alta —dijo sin pensarlo.
Era cierto. Pensó que las montañas galesas no eran muy altas, al menos en comparación con las de su país. Pero se decía que tenían proporciones tan perfectas que era imposible denominarlas de otro modo que no fuera «montañas».
Él la miró.
—No —asintió—. Se podría llegar a la cima en un par de horas. ¿Le gusta caminar?
—No tanto como a los ingleses.
Por el tono de su voz daba la impresión de que había querido hacer un comentario despectivo. Parecía una canadiense intolerante y hostil que sólo apreciaba las virtudes de su país.
—Las vistas desde la cima son espectaculares. En un día despejado, claro —añadió él, con una mueca.
—¿De verdad?
Odiaba tener que actuar de aquella manera. Estaba deseando que Math Powys desapareciera. Le habría gustado empujarlo, pero no se atrevía ni a acercarse a él.
—Pero procure no pasar toda la noche con él.
Elain lo miró.
—¿Qué? ¿Con quién?
—Con el gigante de la montaña. Se llama Idris. Cadair ¬significa silla en galés. La montaña es la silla de Idris. Es un alma solitaria, pero según la tradición, el que pase una noche allí, por la mañana bajará convertido en loco o en poeta.
Aquella historia parecía encantadora.
—¿De verdad? ¿Usted lo ha hecho? ¿Ha pasado una noche en la montaña?
Él dudó un momento, y después la miró con un brillo en los ojos, invitándose a unirse a la broma con él.
—Lo hice cuando era un joven intrépido.
—¿Una especie de reto?
Volvió a dudar antes de responder.
—No exactamente.
Elain no pudo evitar seguir preguntando.
—¿Y se volvió loco?
—Espero que no.
—Entonces, es usted un poeta.
—Olwen dice que tenemos una nueva invitada y necesita sábanas limpias, Math. ¿Es aquí donde hay que traerlas?
Elain se sobresaltó al oír aquella voz. Entonces se dio cuenta de que se estaba dejando fascinar. Miró a Powyn, desalentada, pero él se había vuelto hacia la joven que esperaba en la puerta, llevando las sábanas y las toallas.
—Sí, es aquí. Le presento a Jan —le dijo a Elain—. Ella se encargará de todo lo que necesite en la habitación. Jan, esta señorita es... —hizo una pausa—. Me temo que no le he preguntado su nombre.
Él mismo parecía sorprendido.
—Elain —les dijo a ambos—. Elain Owen.
—Elain —repitió él.
Hizo ademán de estrecharle la mano pero se echó atrás al ver que ella evitaba el contacto.
—¿Le gustaría bajar y tomar algo antes de cenar? Mientras tanto, Jan le preparará la habitación.
—Antes me gustaría asearme un poco.
—Por supuesto. Jan, indícale dónde está el baño. La veré en el salón cuando esté preparada, y le presentaré a los demás.
Se fue, dejando un curioso vacío a su paso, como si se hubiera llevado consigo toda la energía de la habitación.
La chica dejó las sábanas sobre la silla y la acompañó fuera de la habitación, para indicarle el camino.
—Owen —dijo Jan, acentuando las dos sílabas. Pronunciado de aquella forma, su apellido tenía un acento musical., que Elain no había oído nunca.
—Es un apellido galés. ¿Es usted de Gales?
—Mi bisabuelo nació aquí.
—¿Y tiene algún familiar más?
Se detuvo y abrió una puerta, pero esperó a que Elain la contestara.
—No lo sé. Quisiera creer que sí.
—¿Era de esta zona?
—No lo sé —dijo de nuevo.
—Este es el cuarto de baño —dijo Jan.
Era un elegante y antiguo cuarto de baño de estilo victoriano, con una bañera blanca y un lavabo empotrado en una encimera de caoba. Aquella habitación también parecía propia de otro siglo.
—Dios mío —dijo Elain, sorprendida.
Sobre la palangana había un enorme y antiguo espejo con marco de caoba. Al reflejarse en él, su suave piel y su cabello rojizo parecían difuminarse levemente, y daba la impresión de que pertenecían a otro mundo.
—El servicio está en la puerta de al lado —dijo Jan, dejando toallas limpias—. Ahora la dejaré sola, ,de acuerdo?
Todo aquel esplendor la fascinaba.
—¿Los otros huéspedes suelen cambiarse para cenar? —preguntó a Jan.
Observó los vaqueros y la arrugada camisa que llevaba puestos desde las nueve de la mañana.
—Vinnie siempre lo hace, desde luego. Los demás se cambian cuando les apetece —contestó—. Pero esta noche será mejor que no se cambie, porque como hay poca gente, todos comen a la misma hora, y Myfanwy, la cocinera, se enfada cuando alguien llega tarde. En quince minutos estarán todos abajo.
No le quedaba tiempo para darse un baño y quitarse toda la suciedad del viaje.
—Muy bien.
Cerró la puerta una vez que Jan se fue.
Se lavó la cara y las manos y volvió a la habitación. Buscó en la maleta y se cambió la arrugada camisa por un jersey de algodón que le llegaba casi hasta las rodillas. Se quitó las zapatillas de deporte y se puso unos mocasines, se peinó y se retocó la línea de los ojos. Fue tan rápida que Jan aún estaba haciendo la cama cuando salió de la habitación. Tan rápida que no volvió a pensar en el hombre que la esperaba en el salón hasta que bajó las escaleras de piedra que rodeaban el ascensor.
De repente se mordió el labio y empezó a caminar más despacio. No era la primera vez que desconfiaba de alguien sin motivo aparente.
Aquel hombre le recordaba a Stephen. Tenía los ojos parecidos, y tenían algunas características en común, aunque tanto en su aspecto en general como en su profesión no tenían nada que ver.
Parecía que un sexto sentido intentaba advertirla de algo, pero no sabía entender el mensaje.
—Aquí está —dijo Math Powyn.
Elain estaba a unos pasos de la planta principal, y pudo ver, al fondo, su oscura silueta a contraluz.
—Ya estamos todos —añadió.
El recibidor era amplio, pero la tenue luz del exterior, que caía sobre el suelo de piedra gris, apenas lo iluminaba. El techo, en aquella parte de la casa, estaba a la altura del tercer piso, y desde su posición podía dominar toda la escalera. Math Powys estaba ahora frente a ella, y cuando lo miró, también parecía una sombra del pasado. «Ya nos conocemos», pensó, Elain de repente. «Antes también éramos enemigos. Lo hemos sido desde el principio.»
En el fondo de la habitación había una gran chimenea de piedra, en la que parecía que se podría asar un cordero entero, como probablemente habrían hecho en el pasado. Era bonita dentro de su estilo primitivo. Tenía una repisa de roble sobre la cual se alzaba lo que parecía una montaña de piedra. En ambos lados había unos antiguos Y oscuros entablados. Owen Glendower, príncipe de Gales, podía haber estado allí con sus guerreros, ataviados con armaduras, dando buena cuenta de una cena a base de carne, pan y vino tinto servido en jarras de estaño. Probablemente, se habría tomado un breve descanso antes de continuar la batalla contra los ingleses.
Había un grupo de gente en los sofás cercanos a la chimenea. Todos la miraron al entrar, y Powys la acompañó hacía donde se encontraban. El resto de la habitación, con excepción de las ventanas con vidrieras, la decepciono. Las paredes de piedra estaban enyesadas, había una pared interior revestida de papel pintado y una araña de cristal. Todo parecía hecho para disminuir el poder y la fuerza de la decoración original, para amoldarla a los nuevos tiempos y conseguir un aspecto cómodo. Ahora volvía a trasladarse a las películas de los años treinta.
—Les presento a Elain Owen —dijo Mathonwy Powys—. Acaba de llegar. Elain, Vinnie Daniels.
Era la persona mas anciana que se encontraba en la habitación. Una mujer de pelo blanco, cubierta de perlas, que vestía una blusa de seda y una falda estrecha de color gris. Estaba sentada en una elegante postura, enseñando hábilmente unas piernas que en otros tiempos debieron ser muy bonitas. Elain pensó que aún lo eran. En las piernas, como en la cara, la estructura ósea era muy importante, y Vinnie Daniels tenía unos tobillos perfectos.
—¿Cómo está, señorita Owen? Estoy encantada de conocerla.
Su cálida voz le recordó a la de Deborah Kerr. Parecía Deborah Kerr, algo entrada en años, interpretando a una condesa.
—Muy bien, gracias. ¿Cómo está usted? —le contestó.
Estrechó la mano que la mujer le ofrecía con elegancia. Tenía la piel muy suave y delicada, pero el apretón fue firme. Elain sintió que la tela de sus vaqueros empezaba a quemarle en las pantorrillas. Se había acercado demasiado a la chimenea, en un intento de mantenerse alejada de Math Powys, aunque por lo general evitaba acercarse al fuego.