Capítulo 1
Monica respiró hondo para cobrar fuerzas y echó a correr por la
playa de arena. Mantenía la mirada fija frente a ella mientras corría
por la orilla. El sol recién despierto miraba ya furtivamente a través
del cielo. Aquél iba a ser un hermoso día de junio, un día caluroso
pero bello.
A
Monica le encantaba aquella hora de la mañana, cuando casi todos los
vecinos del pueblo costero donde vivía dormían aún. Era su hora de
sosiego. Pronto, en cuanto abriera su consulta de optometrista unas
horas después, estaría muy ocupada. Pero en ese instante lo único que
oía, aparte de las gaviotas que volaban allá arriba, era el vaivén
constante de las olas sobre la arena.
Mientras corría, Monica pensaba en su padre. Le dolía que hubiera muerto el año anterior,
apenas unos meses después de que se uniera a él en la consulta. Un
ataque al corazón había acabado con su vida. Monica cuya madre había
muerto cuando ella tenía cuatro años, siempre había estado muy unida a
él.
A pesar de que sus pies, calzados con zapatillas de deporte,
siguieron golpeando la arena al mismo ritmo, Monica sintió de pronto un
hormigueo en el estómago y las puntas de sus pechos se erizaron bajo la
camiseta corta. Aminoró el paso mientras escudriñaba la franja desierta
de playa en busca de algo que pudiera confirmar su sospecha -o, mejor
dicho, la afirmación categórica de su cuerpo-, pero no vio nada.
Pensó
que debían de ser imaginaciones suyas, respiró hondo y apretó el paso.
Un momento después se detuvo por completo. Respiró hondo de nuevo y
miró a su alrededor. Esta vez sabía que su cuerpo no le estaba jugando
una mala pasada. El hormigueo que había sentido poco antes en el
vientre se había convertido en un pálpito profundo que se iba
deslizando hacia abajo y se aposentaba justo bajo sus piernas. Sus
pechos, entre tanto, se habían vuelto aún más sensibles.
Entornando
los ojos distinguió a duras penas al corredor que había aparecido en el
horizonte. Aunque estaba aún algo lejos, comprendió por su silueta que
se trataba de un hombre. Corría a buen paso y parecía confundirse con
los elementos que lo rodeaban.
Monica inhaló bruscamente al sentir
que su cuerpo reaccionaba de nuevo. Sólo había un hombre que pudiera
ponerla en aquel estado de excitación, incluso desde lejos y tras siete
años de ausencia. Era el hombre del que se había enamorado a los
dieciséis, el hombre al que había entregado su virginidad a los
diecisiete, el hombre al que anhelaba físicamente desde entonces. Y
aunque no quería, podía sentir su contacto como si hubiera sido ayer
cuando las caricias de sus fuertes manos arrojaron su cuerpo por una
pendiente febril y le abrieron las puertas de la pasión en su forma más
profunda.
Monica tragó saliva, ahuyentó aquellos recuerdos y
comprendió que el efecto que surtía sobre su cuerpo la persona que
corría hacia ella sólo podía significar una cosa.
Pablo había vuelto a la ciudad.
Monica respiró hondo para cobrar fuerzas y echó a correr por la
playa de arena. Mantenía la mirada fija frente a ella mientras corría
por la orilla. El sol recién despierto miraba ya furtivamente a través
del cielo. Aquél iba a ser un hermoso día de junio, un día caluroso
pero bello.
A
Monica le encantaba aquella hora de la mañana, cuando casi todos los
vecinos del pueblo costero donde vivía dormían aún. Era su hora de
sosiego. Pronto, en cuanto abriera su consulta de optometrista unas
horas después, estaría muy ocupada. Pero en ese instante lo único que
oía, aparte de las gaviotas que volaban allá arriba, era el vaivén
constante de las olas sobre la arena.
Mientras corría, Monica pensaba en su padre. Le dolía que hubiera muerto el año anterior,
apenas unos meses después de que se uniera a él en la consulta. Un
ataque al corazón había acabado con su vida. Monica cuya madre había
muerto cuando ella tenía cuatro años, siempre había estado muy unida a
él.
A pesar de que sus pies, calzados con zapatillas de deporte,
siguieron golpeando la arena al mismo ritmo, Monica sintió de pronto un
hormigueo en el estómago y las puntas de sus pechos se erizaron bajo la
camiseta corta. Aminoró el paso mientras escudriñaba la franja desierta
de playa en busca de algo que pudiera confirmar su sospecha -o, mejor
dicho, la afirmación categórica de su cuerpo-, pero no vio nada.
Pensó
que debían de ser imaginaciones suyas, respiró hondo y apretó el paso.
Un momento después se detuvo por completo. Respiró hondo de nuevo y
miró a su alrededor. Esta vez sabía que su cuerpo no le estaba jugando
una mala pasada. El hormigueo que había sentido poco antes en el
vientre se había convertido en un pálpito profundo que se iba
deslizando hacia abajo y se aposentaba justo bajo sus piernas. Sus
pechos, entre tanto, se habían vuelto aún más sensibles.
Entornando
los ojos distinguió a duras penas al corredor que había aparecido en el
horizonte. Aunque estaba aún algo lejos, comprendió por su silueta que
se trataba de un hombre. Corría a buen paso y parecía confundirse con
los elementos que lo rodeaban.
Monica inhaló bruscamente al sentir
que su cuerpo reaccionaba de nuevo. Sólo había un hombre que pudiera
ponerla en aquel estado de excitación, incluso desde lejos y tras siete
años de ausencia. Era el hombre del que se había enamorado a los
dieciséis, el hombre al que había entregado su virginidad a los
diecisiete, el hombre al que anhelaba físicamente desde entonces. Y
aunque no quería, podía sentir su contacto como si hubiera sido ayer
cuando las caricias de sus fuertes manos arrojaron su cuerpo por una
pendiente febril y le abrieron las puertas de la pasión en su forma más
profunda.
Monica tragó saliva, ahuyentó aquellos recuerdos y
comprendió que el efecto que surtía sobre su cuerpo la persona que
corría hacia ella sólo podía significar una cosa.
Pablo había vuelto a la ciudad.
Última edición por angelica el Jue 15 Ene 2009, 17:40, editado 1 vez