Después del divorcio, la madre, al no tener pareja, tiende a transformar la relación con sus hijos en lo más importante de su vida, Se dedica de lleno a su crianza, y estos, a su vez, se vuelven cada vez más dependientes de su atención. Se va estableciendo una especie de tácito acuerdo de tipo "tú satisfaces mis necesidades y yo satisfago las tuyas".
A la madre le resulta difícil desprenderse de la relación prioritaria que estableció con son sus hijos después del divorcio, y pasar a establecer una relación prioritaria con una nueva relación o ya un nuevo esposo. El resultado suele ser que el padrastro se sienta ajeno al grupo madre-hijos, como si estuviera fuera de lugar.
Y para colmo de males, el padrastro tiene que pasar de su rol de "compinche" al de padre, con la cuota de autoridad que el mismo implica, cosa que deriva en preocupación, confusión e incluso enojo para todos los involucrados. El padrastro intenta imponer disciplina, y los niños van corriendo a quejarse a la madre de que él es el "malo". La madre responde con una actitud protectora para con sus hijos, acusando a su marido de sobrerreaccionar o de estar "celoso" de los chicos. Y así sucesivamente, en una interminable cadena de conflictos.
Todo eso puede evitarse, o al menos minimizarse, si la nueva pareja tiene en cuenta dos cosas fundamentales :
Primero, el matrimonio tiene que ser la relación más importante de la familia, y el hecho de que uno de los integrantes de la pareja sea el padrastro (o la madrastra) de los chicos, no modifica esta premisa.
Segundo, el padrastro (o la madrastra) tiene que asumir la misma autoridad que corresponde a un padre o a una madre natural. Esto implica, por supuesto, que la madre (o el padre) natural e los chicos tiene que estar dispuesto/a a compartir su autoridad con su nueva pareja, en un plano de absoluta igualdad.