Publicado por Alejandro Marticorena en Jueves, 10 Agosto, 2006
Siempre fui un tipo de buen comer. Mis comidas preferidas fueron siempre tan variadas como abundantes. Carnes en general –excepto pescados, que nunca me llamaron mucho la atención aunque los comía llegado el caso–, mariscos, pastas, embutidos, quesos (sobre todo quesos), huevos… todo entraba en mi dieta, de ser posible en buenas cantidades y con frecuencia.
En cambio, nunca fui precisamente fanático de los vegetales. Los únicos que comía, en concepto de guarnición y con cierto placer, eran la lechuga (mantecosa, en lo posible), la zanahoria rallada, los repollos (blanco y colorado), el apio, el bróccoli y no mucho más. Quizás la excepción, porque me gustaban mucho, fuesen las papas y las batatas: me encantaban al horno (acompañando las carnes) y, en el caso de las papas, fritas podía comerme un kilo yo solo. Y bien saladas. Siempre fui un ávido consumidor de lo salado.
Recuerdo que cuando era chico me encantaba, cada tanto, ponerme dos o tres granos de sal gruesa en la boca e ir disolviéndolos lentamente. Mi madre tenía –creo que aún tiene– una suerte de caja de cerámica blanca, con florcitas celestes pintadas y una tapa de madera rebatible pintada de azul oscuro, donde guardaba la sal gruesa. En mi memoria aún guardo algunas tardes de sábado, en las que no sabía bien qué hacer, en las que tenía tiempo para derrochar, y donde la TV era el pasatiempo favorito (cuando daban alguna de guerra o, mucho mejor, de ciencia ficción) y donde, durante la propaganda, me iba a la cocina a cortarme un pedazo de queso fresco… o, de vez en cuando, a buscar los dos o tres granitos de sal gruesa.
La primera “luz amarilla” llegó cuando me diagnosticaron hipertensión arterial. Sería en 2001. En octubre de 2000 tuve un episodio de stress que se manifestó un sábado (recuerdo que al día siguiente había elecciones legislativas nacionales) en el que tuve tres desmayos sin causa aparente, con intervalos de un par de horas cada uno. Pasé la noche internado en el Sanatorio de la Trinidad, y me hicieron todos los estudios de rigor: de sangre, de orina, me tomaron la presión, me auscultaron, me hicieron un chequeo de funciones y reacciones neurológicas, y hasta me hicieron una tomografía computada de cerebro para descartar alguna anomalía en ese campo. Nada. Todo aparentemente normal. Así que a media mañana del domingo me dieron el alta, y a casa. Mejor dicho: a votar, porque, como dije antes, ese domingo había elecciones.
Como consecuencia del episodio, y más allá de que me habían dado el alta, me indicaron una serie de estudios y consultas, entre las que se incluía una visita al cardiólogo. Éste, tras analizar mi caso y mis antecedentes, decidió indicarme un Holter de tensión arterial, cuyo fin sería monitorear, en forma ambulatoria, mi presión sanguínea durante 24 horas. El estudio mostró que mi presión promedio nunca bajaba de 17-9, o 18-10. Inclusive había llegado, durante la tarde de ese día, a 22 de máxima, un pico realmente peligroso. ¿La causa? Seguramente el trabajo. Por esa época yo era responsable de los asuntos de Prensa de un famoso sitio de Internet, fumaba abundantemente (dos atados por día), bebía abundante café y hacía varios años que trabajaba en tareas similares, cuyo común denominador eran las urgencias y las presiones.
A partir de ese momento, el cardiólogo me indicó una medicación: amlodipina, 5 miligramos diarios, que meses más tarde aumentó a 10, ya que en medio tuve otro episodio de stress y la presión arterial no bajaba. Sería hacia abril o mayo de 2002. Para comprender siquiera parte de las causas de tanto stress, hay que tener en cuenta que en diciembre anterior había caído el gobierno de Fernando de la Rúa a partir de la instauración del funesto“corralito financiero” de Domingo Cavallo, donde tantos argentinos (yo no fui la excepción) vieron atrapados, en muchos casos, los ahorros de toda una vida. Fueron meses de demasiada incertidumbre y angustias juntas.
Hasta aquí, todo relativamente bien. Habían, sí, comenzado las restricciones con la sal. Mantener una dieta baja en sodio, pero no mucho más. Hasta que en 2002, más o menos a mitad de año y durante un control de rutina el cardiólogo descubrió, en relación con unos análisis de seis meses atrás, que los índices de urea y creatinina habían crecido en forma atípica comparados con lo que supuestamente debería ser un nivel “normal” para mi edad (por entonces tenía 37 años). Así que me recomendó una visita al nefrólogo.
Cabe anotar un breve paréntesis y aclarar (más valdría decir “confesar”) que, en mi caso, entre una y otra visita al cardiólogo primero, y al nefrólogo después, yo dejaba pasar varios meses. Demasiados, como advertí tardíamente. Por eso mi intención, con este parrafito, es alertar a quien lea estas líneas que cualquier síntoma relacionado con hipertensión y/o niveles elevados de urea o creatinina pueden estar indicando algo relacionado con lo renal, y que ante cualquier duda (como dicen en las publicidades) que consulte con urgencia a su médico. He descubierto en carne propia que una demora en la consulta con el médico puede tener consecuencias irreversibles. Y hay que tomar en cuenta que la insuficiencia renal, afortunadamente para mí, no es lo mismo que, por ejemplo, un cáncer.
Volviendo al asunto, la segunda visita al nefrólogo, en la que llevé los reslutados de un análisis de orina, me reveló que, por entonces, yo ya tenía una función renal de alrededor del 30 por ciento, que la función renal una vez que cae no se recupera (en casos como el mío no, pero hay otros en que sí hay recuperación) y que el tratamiento consistiría, simplemente, en seguir una dieta restringida en proteínas.
Una dieta de pesadilla
Fue la primera vez que sentí algo que me acompañaría durante mucho tiempo. Una suerte de angustia muy particular ante los límites que la nueva situación imponía a mi desprejuiciada voracidad. Enterarme de que a partir de ese momento los alimentos se dividirían en tres grandes conjuntos (los permitidos, los prohibidos y los restringidos) fue, con el devenir de las semanas, motivo de algo muy parecido a lo que los psicólogos denominan “duelo“.
Así fue que debí agrupar los alimentos, primero, en dos grandes conjuntos: los que vienen de la tierra, y los que vienen de los animales. Los más “perjudiciales”, vista mi enfermedad renal, son los que presentan alto contenido en proteínas animales. Carnes (rojas, blancas, pescados y mariscos); huevos; quesos de cualquier clase; embutidos, etcétera. Este conjunto englobaría a los alimentos “prohibidos”. Aunque con algunas excepciones, como ya se verá.
El segundo conjunto está compuesto por alimentos cuyos ingredientes provienen “de la tierra”: vegetales en general, legumbres, hortalizas, frutas, cereales, etcétera. Éstos serían los “autorizados”. Pero –también aquí– con excepciones.
Las excepciones a los alimentos “prohibidos” (de paso, fueron los que más me gustaron siempre) no eran muchas. Me estaba permitido ingerir hasta 100 gramos de carne por día. Recuerdo a mi nefrólogo señalándose la palma de la mano (excluyendo los dedos) para graficarme la cantidad de carne que podría comer diariamente, calculando ese tamaño, obviamente, con la carne cruda… que luego de cocida se encoge. O sea: no más de una hamburguesa diaria… o cualquier churrasco, bife o milanesa no más grande que eso.
A estas excepciones se agregaba un huevo de gallina y un trozo de queso fresco sin sal del tamaño de un cassette de audio por semana. No más.
Con respecto a los alimentos “autorizados”, las excepciones eran, en cambio (y desgraciadamente para mí) numerosas. Debía discontinuar –o al menos restringir al máximo posible– la ingesta de alimentos tales como naranja, mandarina, palta (o guacamole, como se le dice en otros países de América latina), papa, batata, tomate, espinaca, lenteja, poroto, garbanzo, castaña, avellana, maní… y seguramente estoy olvidando algunos.
Se verá que, para una persona de buen comer y amante de las mesas abundantes y bien servidas, esto no podía ser menos que catastrófico.
Y esto, claro, sin mencionar que, a lo dicho, se deben sumar las restricciones a la sal: el sodio –componente básico de la sal de cocina– es uno de los principales enemigos de un hipertenso, máxime si padece de disfunciones renales. Primero, porque el sodio eleva la tensión arterial, agravando el cuadro de hipertensión. Y segundo, porque el aparato renal, al no funcionar a su plena capacidad, no permite el correcto filtrado del sodio presente en la sangre, separándolo de ésta y enviándolo, junto con la orina, fuera del organismo.
Siempre fui un tipo de buen comer. Mis comidas preferidas fueron siempre tan variadas como abundantes. Carnes en general –excepto pescados, que nunca me llamaron mucho la atención aunque los comía llegado el caso–, mariscos, pastas, embutidos, quesos (sobre todo quesos), huevos… todo entraba en mi dieta, de ser posible en buenas cantidades y con frecuencia.
En cambio, nunca fui precisamente fanático de los vegetales. Los únicos que comía, en concepto de guarnición y con cierto placer, eran la lechuga (mantecosa, en lo posible), la zanahoria rallada, los repollos (blanco y colorado), el apio, el bróccoli y no mucho más. Quizás la excepción, porque me gustaban mucho, fuesen las papas y las batatas: me encantaban al horno (acompañando las carnes) y, en el caso de las papas, fritas podía comerme un kilo yo solo. Y bien saladas. Siempre fui un ávido consumidor de lo salado.
Recuerdo que cuando era chico me encantaba, cada tanto, ponerme dos o tres granos de sal gruesa en la boca e ir disolviéndolos lentamente. Mi madre tenía –creo que aún tiene– una suerte de caja de cerámica blanca, con florcitas celestes pintadas y una tapa de madera rebatible pintada de azul oscuro, donde guardaba la sal gruesa. En mi memoria aún guardo algunas tardes de sábado, en las que no sabía bien qué hacer, en las que tenía tiempo para derrochar, y donde la TV era el pasatiempo favorito (cuando daban alguna de guerra o, mucho mejor, de ciencia ficción) y donde, durante la propaganda, me iba a la cocina a cortarme un pedazo de queso fresco… o, de vez en cuando, a buscar los dos o tres granitos de sal gruesa.
La primera “luz amarilla” llegó cuando me diagnosticaron hipertensión arterial. Sería en 2001. En octubre de 2000 tuve un episodio de stress que se manifestó un sábado (recuerdo que al día siguiente había elecciones legislativas nacionales) en el que tuve tres desmayos sin causa aparente, con intervalos de un par de horas cada uno. Pasé la noche internado en el Sanatorio de la Trinidad, y me hicieron todos los estudios de rigor: de sangre, de orina, me tomaron la presión, me auscultaron, me hicieron un chequeo de funciones y reacciones neurológicas, y hasta me hicieron una tomografía computada de cerebro para descartar alguna anomalía en ese campo. Nada. Todo aparentemente normal. Así que a media mañana del domingo me dieron el alta, y a casa. Mejor dicho: a votar, porque, como dije antes, ese domingo había elecciones.
Como consecuencia del episodio, y más allá de que me habían dado el alta, me indicaron una serie de estudios y consultas, entre las que se incluía una visita al cardiólogo. Éste, tras analizar mi caso y mis antecedentes, decidió indicarme un Holter de tensión arterial, cuyo fin sería monitorear, en forma ambulatoria, mi presión sanguínea durante 24 horas. El estudio mostró que mi presión promedio nunca bajaba de 17-9, o 18-10. Inclusive había llegado, durante la tarde de ese día, a 22 de máxima, un pico realmente peligroso. ¿La causa? Seguramente el trabajo. Por esa época yo era responsable de los asuntos de Prensa de un famoso sitio de Internet, fumaba abundantemente (dos atados por día), bebía abundante café y hacía varios años que trabajaba en tareas similares, cuyo común denominador eran las urgencias y las presiones.
A partir de ese momento, el cardiólogo me indicó una medicación: amlodipina, 5 miligramos diarios, que meses más tarde aumentó a 10, ya que en medio tuve otro episodio de stress y la presión arterial no bajaba. Sería hacia abril o mayo de 2002. Para comprender siquiera parte de las causas de tanto stress, hay que tener en cuenta que en diciembre anterior había caído el gobierno de Fernando de la Rúa a partir de la instauración del funesto“corralito financiero” de Domingo Cavallo, donde tantos argentinos (yo no fui la excepción) vieron atrapados, en muchos casos, los ahorros de toda una vida. Fueron meses de demasiada incertidumbre y angustias juntas.
Hasta aquí, todo relativamente bien. Habían, sí, comenzado las restricciones con la sal. Mantener una dieta baja en sodio, pero no mucho más. Hasta que en 2002, más o menos a mitad de año y durante un control de rutina el cardiólogo descubrió, en relación con unos análisis de seis meses atrás, que los índices de urea y creatinina habían crecido en forma atípica comparados con lo que supuestamente debería ser un nivel “normal” para mi edad (por entonces tenía 37 años). Así que me recomendó una visita al nefrólogo.
Cabe anotar un breve paréntesis y aclarar (más valdría decir “confesar”) que, en mi caso, entre una y otra visita al cardiólogo primero, y al nefrólogo después, yo dejaba pasar varios meses. Demasiados, como advertí tardíamente. Por eso mi intención, con este parrafito, es alertar a quien lea estas líneas que cualquier síntoma relacionado con hipertensión y/o niveles elevados de urea o creatinina pueden estar indicando algo relacionado con lo renal, y que ante cualquier duda (como dicen en las publicidades) que consulte con urgencia a su médico. He descubierto en carne propia que una demora en la consulta con el médico puede tener consecuencias irreversibles. Y hay que tomar en cuenta que la insuficiencia renal, afortunadamente para mí, no es lo mismo que, por ejemplo, un cáncer.
Volviendo al asunto, la segunda visita al nefrólogo, en la que llevé los reslutados de un análisis de orina, me reveló que, por entonces, yo ya tenía una función renal de alrededor del 30 por ciento, que la función renal una vez que cae no se recupera (en casos como el mío no, pero hay otros en que sí hay recuperación) y que el tratamiento consistiría, simplemente, en seguir una dieta restringida en proteínas.
Una dieta de pesadilla
Fue la primera vez que sentí algo que me acompañaría durante mucho tiempo. Una suerte de angustia muy particular ante los límites que la nueva situación imponía a mi desprejuiciada voracidad. Enterarme de que a partir de ese momento los alimentos se dividirían en tres grandes conjuntos (los permitidos, los prohibidos y los restringidos) fue, con el devenir de las semanas, motivo de algo muy parecido a lo que los psicólogos denominan “duelo“.
Así fue que debí agrupar los alimentos, primero, en dos grandes conjuntos: los que vienen de la tierra, y los que vienen de los animales. Los más “perjudiciales”, vista mi enfermedad renal, son los que presentan alto contenido en proteínas animales. Carnes (rojas, blancas, pescados y mariscos); huevos; quesos de cualquier clase; embutidos, etcétera. Este conjunto englobaría a los alimentos “prohibidos”. Aunque con algunas excepciones, como ya se verá.
El segundo conjunto está compuesto por alimentos cuyos ingredientes provienen “de la tierra”: vegetales en general, legumbres, hortalizas, frutas, cereales, etcétera. Éstos serían los “autorizados”. Pero –también aquí– con excepciones.
Las excepciones a los alimentos “prohibidos” (de paso, fueron los que más me gustaron siempre) no eran muchas. Me estaba permitido ingerir hasta 100 gramos de carne por día. Recuerdo a mi nefrólogo señalándose la palma de la mano (excluyendo los dedos) para graficarme la cantidad de carne que podría comer diariamente, calculando ese tamaño, obviamente, con la carne cruda… que luego de cocida se encoge. O sea: no más de una hamburguesa diaria… o cualquier churrasco, bife o milanesa no más grande que eso.
A estas excepciones se agregaba un huevo de gallina y un trozo de queso fresco sin sal del tamaño de un cassette de audio por semana. No más.
Con respecto a los alimentos “autorizados”, las excepciones eran, en cambio (y desgraciadamente para mí) numerosas. Debía discontinuar –o al menos restringir al máximo posible– la ingesta de alimentos tales como naranja, mandarina, palta (o guacamole, como se le dice en otros países de América latina), papa, batata, tomate, espinaca, lenteja, poroto, garbanzo, castaña, avellana, maní… y seguramente estoy olvidando algunos.
Se verá que, para una persona de buen comer y amante de las mesas abundantes y bien servidas, esto no podía ser menos que catastrófico.
Y esto, claro, sin mencionar que, a lo dicho, se deben sumar las restricciones a la sal: el sodio –componente básico de la sal de cocina– es uno de los principales enemigos de un hipertenso, máxime si padece de disfunciones renales. Primero, porque el sodio eleva la tensión arterial, agravando el cuadro de hipertensión. Y segundo, porque el aparato renal, al no funcionar a su plena capacidad, no permite el correcto filtrado del sodio presente en la sangre, separándolo de ésta y enviándolo, junto con la orina, fuera del organismo.