Cuenta la historia que un día llamaron a la puerta de un convento. Pedro, el portero, vio con asombro que un hortelano de tierras cercanas le entregaba un hermoso racimo de uvas.
-Hermano: Te regalo este racimo de uvas en agradecimiento por la buena atención que me prestas cada vez que vengo al convento.
El portero mientras lavaba el racimo, ya se imaginaba el gran festín que se daría. Pero, de pronto, se acordó de que en el convento había un hermano que había perdido el apetito debido a su enfermedad y pensó que si se lo regalaba, le ayudaría a reponerse y a recobrar el apetito. Sin pensar se lo llevó.
El enfermo, al ver el racimo se sorprendió por su hermosura y agradeció a Pedro por su regalo.
Pero una vez que Pedro se había marchado, el enfermo, decidió no comerlo y dárselo al hermano enfermero que con tanto amor y desvelo lo atendía todas las noches. Así que llamó al enfermero y le contó que el portero le había traído este hermoso racimo, pensando que le ayudaría en su enfermedad.
“Cómelo tú, le dijo, yo no tengo nada de apetito”. El enfermero no quería aceptarlo, pero ante la insistencia del enfermo, decidió comerlo en su cuarto dando gracias por tan preciado regalo.
Pero de camino a su habitación pensó que era mejor dárselo al cocinero que todos los días se esmeraba para que todos los frailes comieran lo mejor. Así que se dirigió a la cocina y le dijo al cocinero: Hermano este hermoso racimo es para ti, para que saborees estas exquisitas uvas.
Y así el racimo fue pasando de hermano a hermano por todo el convento, hasta que llegó de nuevo a la portería donde Pedro, extrañado decidió que el racimo no diera más vueltas, lo comió con tal gusto que le parecieron las uvas más sabrosas, del mundo.
“Cuando te interesas por el bien de los demás y compartes de lo tuyo para ayudar a otros, el Señor te lo devuelve, con la misma alegría que tú lo compartiste”
José Luis Prieto