Marta se dejó caer exhausta en el asiento del avión. Hacía horas que sólo pensaba en descansar un rato durante el vuelo. Su deseo se truncó. Su mente le traicionó y no le dejó reposar. Empezó a repasar si lo tenía todo controlado: si había dejado toda la comida necesaria en la nevera para los dos días que estaría fuera, si había dicho a su madre a qué hora tenía que recoger a los niños al cole, si le había dado a su marido el papelito de lo que tenía que comprar en la farmacia… Y cuando acabó el repaso mental y le pareció que lo había dejado todo en orden, entonces le traicionó su corazón: se sintió culpable. El viaje era de trabajo, pero le parecía que abandonaba a su familia.
Los ojos de Marta estaban clavados en la azafata que estaba explicando las instrucciones en caso de emergencia, aunque no la veía ni la escuchaba. De repente, las palabras de la azafata entraron en su cerebro con fuerza: “En caso de despresurización de la cabina, colóquese la mascarilla de oxígeno y respire normalmente. Si viaja acompañado, primero sujétese la suya y después ayude a sus acompañantes”. Ella necesitaba respirar normalmente para poder ayudar y disfrutar de su familia, y estaba claro que en su vida faltaba oxígeno.
A Marta y a muchos de nosotros nos hacen falta unas lecciones urgentes de egoísmo sano. Empecemos por la definición que proponen los dos mayores especialistas en la temática, Richard y Rachael Heller: “El egoísmo sano consiste en respetar las propias necesidades y sentimientos aunque los demás no lo hagan. Sobre todo si los demás no lo hacen”.
Los peligros de la abnegación
“Todos los sacrificios por el bien de los demás podrían acabar siendo un sacrificio mucho mayor del que te has imaginado”
(Richard y Rachael Heller)
Vivir volcados en los demás puede conllevar consecuencias nefastas no sólo para nosotros, ¡sino también para los que intentamos ayudar!
Está claro que si priorizamos las necesidades de los otros, el estrés, con todos sus efectos adversos para la salud, se convertirá en el protagonista de nuestras vidas. Y será sólo cuestión de tiempo que caigamos en una depresión. Si destrozamos nuestra salud, ya no podremos atender a los demás. ¿Cómo los vamos a ayudar si nuestro cuerpo no aguanta?
Otra consecuencia que debemos tener muy presente de nuestro sacrificio es que puede hacer sentir culpables a los que ayudamos. No son raros los casos de hijos que viven en la cárcel construida por el sacrificio de sus progenitores. Se han volcado tanto en ellos, los han ayudado tanto, que lo único que hacen es mostrar constantemente su agradecimiento e intentar no defraudar lo que se espera de ellos. Recuerdo el caso de una mujer de 38 años que, a su edad, todas las decisiones importantes las tomaba su madre. Ella no se atrevía a decirle que no y seguir su propio criterio. Se sentía fatal si la “desobedecía”. No quería que, con lo que su madre se había entregado a ella siempre, la viera como una desagradecida. Así que las riendas de su vida las tenía completamente cogidas su madre, con todo su amor, eso sí, pero haciendo a su hija una desgraciada. La frase que me repetía constantemente era: “Me gustaría irme a vivir muy lejos”. Era una total prisionera de la abnegación de su madre.
Si somos personas abnegadas y el sacrificio es casi un estandarte de nuestra vida, pensemos lo que estamos transmitiendo a los demás: que ellos también deben sacrificarse. ¿Es eso lo que les queremos comunicar? Imaginemos una madre (las madres son el ejemplo más paradigmático de la abnegación) que nunca sale a cenar con sus amigas aunque le apetece un montón. Podría hacerlo y dejar a sus hijos con su marido, pero no puede porque sabe que se sentiría culpable si se fuera a disfrutar fuera de casa. En el fondo, a sus hijos les está transmitiendo que cuando ellos sean padres también se tendrán que sacrificar siempre. ¿Esa es la lección que realmente quiere transmitirles o le gustaría que sus hijos cuando sean adultos sepan disfrutar de sus amigos?
¿Por qué nos entregamos y nos olvidamos de nosotros mismos?
“Una de las mayores mentiras que nos han contado nunca es que es ‘fácil’ ser egoísta y que el autosacrificio supone fuerza espiritual” (Nathaniel Branden)
Nos cuesta ver que el sacrificio por los demás puede ser un mal camino porque la cultura judeocristiana parece que nos ha inyectado en las neuronas este valor. Sin embargo, ni viéndolo desde esta perspectiva, el valor se aguanta. No olvidemos que, según las escrituras, las palabras de Jesús fueron: “Ama al prójimo como a ti mismo”. No dijo ama al prójimo más que a ti mismo ni menos que a ti mismo.
Dada la gran participación que tiene la cultura judeocristiana en nuestro sentimiento de culpa, son especialmente reconfortantes las palabras de Rafael Navarrete, sacerdote jesuita y licenciado en Filosofía y Teología: “Se nos ha educado para rechazar todo cuanto pueda parecer egoísmo, y cuando hemos querido tener en cuenta nuestras propias necesidades nos hemos sentido juzgados negativamente… No es así. Cuando un hombre o una mujer se sienten satisfechos, empiezan a mirar con amor a los demás; sólo una fuente que está llena deja pasar gozosamente el agua. Ningún hombre feliz puede hacer daño a otro. Detrás de todo hombre que llamamos ‘malo’ hay un hombre insatisfecho”.
En algunos casos, la entrega desproporcionada hacia los demás puede venir de una baja autoestima. Para aumentarla, la persona hace lo que sea por ganarse el aprecio de los demás. Les presta su dinero, su tiempo, se anula, con tal de obtener unas migajas de afecto (“si yo lo único que espero es un poco de gratitud”). Pero se trata de una mala inversión. En algunas ocasiones, porque al final la persona se siente frustrada: da mucho y recibe poco o nada. Y en otras, si recibe afecto, lo siente como amor comprado. Muchas personas creen que las quieren sólo por el dinero que prestan o los favores que hacen. Sea como sea, es una táctica nefasta.
Y en ciertas personas existe otra causa de entrega total que se encuentra muy, muy escondida y que quizá cuesta mucho reconocer. El sacrificio puede brotar de una auténtica irresponsabilidad con la propia vida. Quizá en el fondo tengan miedo de no ser capaces de conseguir sus sueños y la excusa perfecta es que no tienen tiempo porque los demás los necesitan. Nos da miedo enfrentarnos a nuestro proyecto vital. Nuestra sociedad ve muy bien que nos sacrifiquemos por los demás, así que si lo hacemos es un pretexto inconsciente ideal para ocultar nuestras propias ilusiones y miedos. Es más fácil decir “no he podido conseguir X porque he vivido para mi familia” que “no he podido conseguir X porque no he sabido”.
Pasos hacia el egoísmo sano
“Tú eres lo único que falta en tu vida” (Osho)
El primer paso parece obvio: si tenemos que prestar más atención a nuestras necesidades e ilusiones, primero hemos de saber cuáles son. Puede parecer fácil, pero para algunas personas no lo es en absoluto. Recuerdo el caso de una mujer que estaba sumida en una grave depresión. Estaba casada, sus hijos ya eran mayores y hasta hacía poco sus padres habían vivido con ellos. Su padre era ciego y su madre estuvo gravemente enferma los últimos años de su vida. El caso es que ella había vivido para cuidar a todos. La depresión no surgió mientras los cuidaba, sino cuando murieron. De repente, no sabía qué hacer con su vida. Cuando le pregunté qué cosas le gustaban, me respondió que no lo sabía. De toda la conversación se me quedó gravado sobre todo un detalle: me comentó que le daba envidia cuando su marido iba a recoger setas a la montaña, la ilusión que le hacía. Envidiaba lo que él disfrutaba. Ella no sabía dónde encontrar su disfrute. Así que la primera tarea debe consistir en encontrar ilusiones: o reencontrar algunas que tuvimos en alguna época de nuestra vida o crearnos otras nuevas.
El segundo paso sería pensar con qué personas es especialmente importante que empecemos a practicar el egoísmo sano. No sólo se debe practicar con la familia, sino también con la pareja, los compañeros de trabajo e incluso con los amigos. Concentrémonos en dos actuaciones muy importantes: no digamos sí cuando queramos decir no y dejémonos de justificar tanto. Seguro que no lo conseguimos a la primera, pero se trata de practicar. Llevamos toda la vida comportándonos de un modo y no podemos cambiarlo de golpe. Pero tenemos algo a nuestro favor que hará más fácil el tema. ¡En la vida hay tantos actos repetitivos! Ya sabemos que si nos llama este amigo es para pedirnos X, que cada lunes nuestro compañero de trabajo nos propone X, que nuestros hijos cada verano nos exigen X, siempre fulanito nos pregunta por X… Así que nos podemos anticipar y preparar mentalmente lo que vamos a hacer y decir. Debemos entrenarnos a decir no y sobre todo a no dar miles de justificaciones detrás del no. Las mil justificaciones sólo demuestran que no estamos convencidos de nuestro total derecho a decir no.
Si andamos hacia el egoísmo sano, debemos tener muy claro que encontraremos dos claros saboteadores en nuestro camino: el miedo y la culpa. Sufriremos, pero debemos dirigir la mirada a lo que nos espera al final del trayecto. Cuando logremos mimarnos a nosotros mismos sin sentirnos culpables, el sentimiento que nos inundará será de una liberación indescriptible.
Los ojos de Marta estaban clavados en la azafata que estaba explicando las instrucciones en caso de emergencia, aunque no la veía ni la escuchaba. De repente, las palabras de la azafata entraron en su cerebro con fuerza: “En caso de despresurización de la cabina, colóquese la mascarilla de oxígeno y respire normalmente. Si viaja acompañado, primero sujétese la suya y después ayude a sus acompañantes”. Ella necesitaba respirar normalmente para poder ayudar y disfrutar de su familia, y estaba claro que en su vida faltaba oxígeno.
A Marta y a muchos de nosotros nos hacen falta unas lecciones urgentes de egoísmo sano. Empecemos por la definición que proponen los dos mayores especialistas en la temática, Richard y Rachael Heller: “El egoísmo sano consiste en respetar las propias necesidades y sentimientos aunque los demás no lo hagan. Sobre todo si los demás no lo hacen”.
Los peligros de la abnegación
“Todos los sacrificios por el bien de los demás podrían acabar siendo un sacrificio mucho mayor del que te has imaginado”
(Richard y Rachael Heller)
Vivir volcados en los demás puede conllevar consecuencias nefastas no sólo para nosotros, ¡sino también para los que intentamos ayudar!
Está claro que si priorizamos las necesidades de los otros, el estrés, con todos sus efectos adversos para la salud, se convertirá en el protagonista de nuestras vidas. Y será sólo cuestión de tiempo que caigamos en una depresión. Si destrozamos nuestra salud, ya no podremos atender a los demás. ¿Cómo los vamos a ayudar si nuestro cuerpo no aguanta?
Otra consecuencia que debemos tener muy presente de nuestro sacrificio es que puede hacer sentir culpables a los que ayudamos. No son raros los casos de hijos que viven en la cárcel construida por el sacrificio de sus progenitores. Se han volcado tanto en ellos, los han ayudado tanto, que lo único que hacen es mostrar constantemente su agradecimiento e intentar no defraudar lo que se espera de ellos. Recuerdo el caso de una mujer de 38 años que, a su edad, todas las decisiones importantes las tomaba su madre. Ella no se atrevía a decirle que no y seguir su propio criterio. Se sentía fatal si la “desobedecía”. No quería que, con lo que su madre se había entregado a ella siempre, la viera como una desagradecida. Así que las riendas de su vida las tenía completamente cogidas su madre, con todo su amor, eso sí, pero haciendo a su hija una desgraciada. La frase que me repetía constantemente era: “Me gustaría irme a vivir muy lejos”. Era una total prisionera de la abnegación de su madre.
Si somos personas abnegadas y el sacrificio es casi un estandarte de nuestra vida, pensemos lo que estamos transmitiendo a los demás: que ellos también deben sacrificarse. ¿Es eso lo que les queremos comunicar? Imaginemos una madre (las madres son el ejemplo más paradigmático de la abnegación) que nunca sale a cenar con sus amigas aunque le apetece un montón. Podría hacerlo y dejar a sus hijos con su marido, pero no puede porque sabe que se sentiría culpable si se fuera a disfrutar fuera de casa. En el fondo, a sus hijos les está transmitiendo que cuando ellos sean padres también se tendrán que sacrificar siempre. ¿Esa es la lección que realmente quiere transmitirles o le gustaría que sus hijos cuando sean adultos sepan disfrutar de sus amigos?
¿Por qué nos entregamos y nos olvidamos de nosotros mismos?
“Una de las mayores mentiras que nos han contado nunca es que es ‘fácil’ ser egoísta y que el autosacrificio supone fuerza espiritual” (Nathaniel Branden)
Nos cuesta ver que el sacrificio por los demás puede ser un mal camino porque la cultura judeocristiana parece que nos ha inyectado en las neuronas este valor. Sin embargo, ni viéndolo desde esta perspectiva, el valor se aguanta. No olvidemos que, según las escrituras, las palabras de Jesús fueron: “Ama al prójimo como a ti mismo”. No dijo ama al prójimo más que a ti mismo ni menos que a ti mismo.
Dada la gran participación que tiene la cultura judeocristiana en nuestro sentimiento de culpa, son especialmente reconfortantes las palabras de Rafael Navarrete, sacerdote jesuita y licenciado en Filosofía y Teología: “Se nos ha educado para rechazar todo cuanto pueda parecer egoísmo, y cuando hemos querido tener en cuenta nuestras propias necesidades nos hemos sentido juzgados negativamente… No es así. Cuando un hombre o una mujer se sienten satisfechos, empiezan a mirar con amor a los demás; sólo una fuente que está llena deja pasar gozosamente el agua. Ningún hombre feliz puede hacer daño a otro. Detrás de todo hombre que llamamos ‘malo’ hay un hombre insatisfecho”.
En algunos casos, la entrega desproporcionada hacia los demás puede venir de una baja autoestima. Para aumentarla, la persona hace lo que sea por ganarse el aprecio de los demás. Les presta su dinero, su tiempo, se anula, con tal de obtener unas migajas de afecto (“si yo lo único que espero es un poco de gratitud”). Pero se trata de una mala inversión. En algunas ocasiones, porque al final la persona se siente frustrada: da mucho y recibe poco o nada. Y en otras, si recibe afecto, lo siente como amor comprado. Muchas personas creen que las quieren sólo por el dinero que prestan o los favores que hacen. Sea como sea, es una táctica nefasta.
Y en ciertas personas existe otra causa de entrega total que se encuentra muy, muy escondida y que quizá cuesta mucho reconocer. El sacrificio puede brotar de una auténtica irresponsabilidad con la propia vida. Quizá en el fondo tengan miedo de no ser capaces de conseguir sus sueños y la excusa perfecta es que no tienen tiempo porque los demás los necesitan. Nos da miedo enfrentarnos a nuestro proyecto vital. Nuestra sociedad ve muy bien que nos sacrifiquemos por los demás, así que si lo hacemos es un pretexto inconsciente ideal para ocultar nuestras propias ilusiones y miedos. Es más fácil decir “no he podido conseguir X porque he vivido para mi familia” que “no he podido conseguir X porque no he sabido”.
Pasos hacia el egoísmo sano
“Tú eres lo único que falta en tu vida” (Osho)
El primer paso parece obvio: si tenemos que prestar más atención a nuestras necesidades e ilusiones, primero hemos de saber cuáles son. Puede parecer fácil, pero para algunas personas no lo es en absoluto. Recuerdo el caso de una mujer que estaba sumida en una grave depresión. Estaba casada, sus hijos ya eran mayores y hasta hacía poco sus padres habían vivido con ellos. Su padre era ciego y su madre estuvo gravemente enferma los últimos años de su vida. El caso es que ella había vivido para cuidar a todos. La depresión no surgió mientras los cuidaba, sino cuando murieron. De repente, no sabía qué hacer con su vida. Cuando le pregunté qué cosas le gustaban, me respondió que no lo sabía. De toda la conversación se me quedó gravado sobre todo un detalle: me comentó que le daba envidia cuando su marido iba a recoger setas a la montaña, la ilusión que le hacía. Envidiaba lo que él disfrutaba. Ella no sabía dónde encontrar su disfrute. Así que la primera tarea debe consistir en encontrar ilusiones: o reencontrar algunas que tuvimos en alguna época de nuestra vida o crearnos otras nuevas.
El segundo paso sería pensar con qué personas es especialmente importante que empecemos a practicar el egoísmo sano. No sólo se debe practicar con la familia, sino también con la pareja, los compañeros de trabajo e incluso con los amigos. Concentrémonos en dos actuaciones muy importantes: no digamos sí cuando queramos decir no y dejémonos de justificar tanto. Seguro que no lo conseguimos a la primera, pero se trata de practicar. Llevamos toda la vida comportándonos de un modo y no podemos cambiarlo de golpe. Pero tenemos algo a nuestro favor que hará más fácil el tema. ¡En la vida hay tantos actos repetitivos! Ya sabemos que si nos llama este amigo es para pedirnos X, que cada lunes nuestro compañero de trabajo nos propone X, que nuestros hijos cada verano nos exigen X, siempre fulanito nos pregunta por X… Así que nos podemos anticipar y preparar mentalmente lo que vamos a hacer y decir. Debemos entrenarnos a decir no y sobre todo a no dar miles de justificaciones detrás del no. Las mil justificaciones sólo demuestran que no estamos convencidos de nuestro total derecho a decir no.
Si andamos hacia el egoísmo sano, debemos tener muy claro que encontraremos dos claros saboteadores en nuestro camino: el miedo y la culpa. Sufriremos, pero debemos dirigir la mirada a lo que nos espera al final del trayecto. Cuando logremos mimarnos a nosotros mismos sin sentirnos culpables, el sentimiento que nos inundará será de una liberación indescriptible.