Uno de mis pacientes, un empresario exitoso, me cuenta que antes de su cáncer, solía deprimirse a menos que las cosas saliesen de una manera específica.
La felicidad consistía en “tener la galleta”. Si tenía la galleta, las cosas estaban bien. Si no la tenía, la vida no valía un comino. Desafortunadamente, la galleta continuaba cambiando. Parte del tiempo era dinero, algunas veces poder, a veces sexo. En otras ocasiones, era un nuevo auto, el contrato más grande y la dirección más prestigiosa.
Un año y medio después de su diagnóstico de cáncer en la próstata se rasca la cabeza pensativo. “Es como si hubiese dejado de aprender a vivir tras dejar de ser muchacho. Cuando le doy a mi hijo una galleta, él se pone feliz. Si le quito la galleta o ésta se rompe, se entristece.
Pero él tiene dos años y medio y yo cuarenta y tres. Me ha tomado todo este tiempo comprender que la galleta nunca me hubiera hecho feliz por mucho tiempo.
En el momento en que tenemos la galleta y comienza a romperse o comenzamos a preocuparnos de que se rompa o de que alguien quiera quitárnosla, uno tiene que renunciar a un montón de cosas para cuidar de la galleta, para evitar que se rompa y asegurarnos de que nadie nos la quite.
Tal vez ni siquiera tengamos la oportunidad de comerla por estar tan ocupados intentando de no perderla. El tener la galleta no es de lo que trata la vida”.
Mi paciente se ríe y dice que el cáncer le ha cambiado. Por primera vez es feliz.
No importa si su negocio va bien o no, no importa si gana o pierde en el golf. “Hace dos años, el cáncer me preguntó: ‘Okay, ¿qué es importante? ¿Qué es realmente importante?’ Bueno, la vida es importante. La vida.
La vida de cualquier forma en que podamos tenerla. La vida con la galleta. La vida sin la galleta. La felicidad no tiene que ver nada con la galleta, tiene que ver con estar vivos. Antes, ¿quién hizo el tiempo?” Se detiene pensativo. “Vaya, creo después de todo la vida es la galleta”.
Rachel Naomi Remen