una cadena de oro por la cual se mantiene unida la sociedad”.
Pero yo no estaba pensando en la cadena de oro de bondad un día en
el que un automóvil dilapidado, probablemente mantenido andando con goma y alambres, se estacionó frente a mi casa. Durante esos años, vivíamos en un pueblito justo frente a la iglesia que servía y los
viajeros en necesidad constantemente hallaban el camino a nuestro hogar.
Me estaba cansando de ayudar a mucha gente que paraba casi a diario. A menudo me levantaba en medio del otro buen sueño nocturno para salir al frío y ayudar a alguien que estaba de paso.
En una ocasión nuestra propiedad fue saqueada; en otra conduje en
medio de una tormenta para rescatar a dos personas; muchas veces sentía que me sentía tomado por sentado por motoristas o caminantes sin un centavo que ni siquiera me agradecían por la ayuda recibida y que se quejaban que no hiciera más por ellos.
No me había sentido parte de una “cadena de oro de bondad” por un
rato y, aunque todavía ofrecía ayuda cuando podía, algunas veces, por dentro, deseaba que tan sólo se fueran.
Pero en este día, un joven con una barba de una semana saltó del
dilapidado automóvil. No tenía dinero ni comida. Me preguntó si podía
darle algún trabajo que hacer y le ofrecí gasolina y una comida. Le
dije que si quería trabajar, estaríamos encantados si cortaba el
césped, pero que aquello no era necesario.
Aunque sudoroso y hambriento, él trabajó duro. Debido al calor de la
tarde, esperé que se rindiese antes de completar el trabajo. Pero él
perseveró y, tras de mucho rato, se sentó cansado bajo la sombra.
Le agradecí por su trabajo y le di el dinero que necesitaba.
Entonces le ofrecí un dinerito extra por un trabajo especialmente bien
hecho, pero él rehusó. “No, gracias”, dijo en un castellano con fuerte
acento extranjero. Insistí en que tomase el dinero pero se levantó y
dijo de nuevo: “No, gracias. Yo quiero trabajar. Ud. quédese con el
dinero”. Intenté de nuevo y por tercera vez protestó, meneando su
cabeza mientras se alejaba.
Nunca más le volví a ver. Estoy seguro que nunca lo haré. E
interesantemente, él probablemente piense que yo le ayudé ese día. Pero eso no fue lo que pasó. No le ayudé; él me ayudó.
Me ayudó a creer en la gente de nuevo. Me ayudó a nuevamente querer hacer algo por aquellos en necesidad. Cuánto desearía agradecerle el restaurar algo de mi fe en la bondad básica de los demás y por darme de vuelta un poquito del optimismo que había perdido en el camino.
Debido a él una vez más me sentí parte de la cadena de oro de bondad que nos une el uno al otro.
Tal vez haya alimentado su cuerpo aquel día. Pero él alimentó mi alma.
Steve Goodier, “Apoyo Vital”
Fuente: www.AsAManThinketh.net