Quiero compartir con ustedes un cuento:
Había una vez una linda chica en la Ciudad Sagrada de Ek Balaam. Ella sabía que ése era el último atardecer que sus bellos ojos castaños verían: al despuntar el alba, Pahté sería sacrificada a los dioses.
Estaba encerrada en un cuarto de piedra, con paredes llenas de figuras esculpidas que le resultaban familiares: soles, lluvias, personas sin vida sobre el altar de sacrificios, dioses, animales. Desde pequeña conocía las reglas de juego. Jamás imaginó que ese día tan temido llegaría; había oído acerca de jóvenes congéneres que fueron inmoladas sobre el Gran Altar de la Pirámide Mayor en festividades vedadas al pueblo, a las que sólo asistían los sacerdotes y las castas superiores, pero no pensó que la elegida sería ella alguna vez.
Aún más le costó comprender la felicidad y el orgullo que sus padres y abuelos experimentaron al dárseles la noticia. Pahté añoraba la vida de una niña común, como la que llevaban sus hermanas y otras jóvenes que conocía. Ella disfrutaba los juegos y las reuniones familiares, respetaba a sus mayores, y ayudaba a su madre en la preparación de los guisados para toda la familia. Se esforzó en aprender los secretos de preparación de la comida ya que su gran anhelo era tener su propia familia, tal como los mayores que conocía habían hecho. Los días de gran felicidad compartida eran aquellos en los que junto a sus hermanas esperaban que llegaran los hombres del hogar después de haber estado cazando. Su casa se transformaba en un festín, y algunas veces invitaban a otros miembros del poblado, si las presas eran lo suficientemente grandes.
Todo esto estaba por cambiar abruptamente. Hacía semanas que no llovía, y el Gran Sacerdote consultó con Tlaloc, el dios de la lluvia, qué debía hacer. Como siempre, Tlaloc le respondió, y le exigió el corazón de una doncella virgen en sacrificio. La elegida fue ella. Pahté no pudo ni siquiera rogar clemencia, ya que todo el pueblo confiaba en su sacrificio, era lo que se estilaba en los casos de sequía.
Hasta se preguntó si no había perdido la razón, porque las imágenes de escapar y vivir cerca del río cercano lleno de pececitos que le venían a su mente contrastaban ampliamente con la mansedumbre que todos daban por sentado que ella debía adoptar. Además, el orgullo que esta elección significaba para su familia era algo que iba más allá de su comprensión, y Pahté nunca había desobedecido a sus padres, ni se le pasaba por la cabeza hacerlo. Ella había sido trasladada a la ciudad sagrada de Ek Balaam, un honor imponderable al que sólo unos pocos seres de la casta inferior habían tenido la posibilidad de acceder. Sin duda alguna, Pahté iba a darle un gran renombre a su familia, ya que gracias a ella llovería de nuevo en pocos días.
Las últimas semanas la mantuvieron apartada de su entorno habitual, preparándola para este gran sacrificio. Trataron de expresarle e inculcarle lo importante que era ser ofrecida a los dioses, pero ella no le hallaba sentido a las palabras del Gran Sacerdote ni al ayuno obligado al que la sometieron. La angustia le oprimía el pecho y le desbordaba los pocos minutos que le quedaban. Apoyada contra una pared, encorvada, vislumbró el último rayito de sol que trataba en vano de abrigarle el alma, e intentó nuevamente (en vano) asimilar de algún modo lo que estaba por ocurrir, y que terminaría con sus sueños y esperanzas. Pero… ¿Qué otra cosa iba a hacer? Su suerte ya estaba echada, y ella, resignada, la aceptaba.
…………….
Tú que estás leyendo este artículo, ¿permites que la sociedad, tus mayores o quienes te rodean elijan el rumbo de tu destino, y aceptas que te sacrifiquen día a día en pos de sus propias convicciones y conveniencias, o prefieres tomar tú mismo las riendas de tu existencia?
Con cariño,
Mel.
Había una vez una linda chica en la Ciudad Sagrada de Ek Balaam. Ella sabía que ése era el último atardecer que sus bellos ojos castaños verían: al despuntar el alba, Pahté sería sacrificada a los dioses.
Estaba encerrada en un cuarto de piedra, con paredes llenas de figuras esculpidas que le resultaban familiares: soles, lluvias, personas sin vida sobre el altar de sacrificios, dioses, animales. Desde pequeña conocía las reglas de juego. Jamás imaginó que ese día tan temido llegaría; había oído acerca de jóvenes congéneres que fueron inmoladas sobre el Gran Altar de la Pirámide Mayor en festividades vedadas al pueblo, a las que sólo asistían los sacerdotes y las castas superiores, pero no pensó que la elegida sería ella alguna vez.
Aún más le costó comprender la felicidad y el orgullo que sus padres y abuelos experimentaron al dárseles la noticia. Pahté añoraba la vida de una niña común, como la que llevaban sus hermanas y otras jóvenes que conocía. Ella disfrutaba los juegos y las reuniones familiares, respetaba a sus mayores, y ayudaba a su madre en la preparación de los guisados para toda la familia. Se esforzó en aprender los secretos de preparación de la comida ya que su gran anhelo era tener su propia familia, tal como los mayores que conocía habían hecho. Los días de gran felicidad compartida eran aquellos en los que junto a sus hermanas esperaban que llegaran los hombres del hogar después de haber estado cazando. Su casa se transformaba en un festín, y algunas veces invitaban a otros miembros del poblado, si las presas eran lo suficientemente grandes.
Todo esto estaba por cambiar abruptamente. Hacía semanas que no llovía, y el Gran Sacerdote consultó con Tlaloc, el dios de la lluvia, qué debía hacer. Como siempre, Tlaloc le respondió, y le exigió el corazón de una doncella virgen en sacrificio. La elegida fue ella. Pahté no pudo ni siquiera rogar clemencia, ya que todo el pueblo confiaba en su sacrificio, era lo que se estilaba en los casos de sequía.
Hasta se preguntó si no había perdido la razón, porque las imágenes de escapar y vivir cerca del río cercano lleno de pececitos que le venían a su mente contrastaban ampliamente con la mansedumbre que todos daban por sentado que ella debía adoptar. Además, el orgullo que esta elección significaba para su familia era algo que iba más allá de su comprensión, y Pahté nunca había desobedecido a sus padres, ni se le pasaba por la cabeza hacerlo. Ella había sido trasladada a la ciudad sagrada de Ek Balaam, un honor imponderable al que sólo unos pocos seres de la casta inferior habían tenido la posibilidad de acceder. Sin duda alguna, Pahté iba a darle un gran renombre a su familia, ya que gracias a ella llovería de nuevo en pocos días.
Las últimas semanas la mantuvieron apartada de su entorno habitual, preparándola para este gran sacrificio. Trataron de expresarle e inculcarle lo importante que era ser ofrecida a los dioses, pero ella no le hallaba sentido a las palabras del Gran Sacerdote ni al ayuno obligado al que la sometieron. La angustia le oprimía el pecho y le desbordaba los pocos minutos que le quedaban. Apoyada contra una pared, encorvada, vislumbró el último rayito de sol que trataba en vano de abrigarle el alma, e intentó nuevamente (en vano) asimilar de algún modo lo que estaba por ocurrir, y que terminaría con sus sueños y esperanzas. Pero… ¿Qué otra cosa iba a hacer? Su suerte ya estaba echada, y ella, resignada, la aceptaba.
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Tú que estás leyendo este artículo, ¿permites que la sociedad, tus mayores o quienes te rodean elijan el rumbo de tu destino, y aceptas que te sacrifiquen día a día en pos de sus propias convicciones y conveniencias, o prefieres tomar tú mismo las riendas de tu existencia?
Con cariño,
Mel.