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El instinto de supervivencia nos hace sentir la necesidad de tener aliados en la vida, y tal vez sea por ello que nos ha dado también el poder de la seducción. En un primer momento, la seducción no es otra cosa que el intento de caer bien a los demás para protegernos frente a la dureza de la vida. ¿Hay alguien más seductor que los niños pequeños?, y también, ¿hay alguien más desprotegido que ellos?
Y ya en la juventud, potenciamos el arte de la seducción al máximo porque tal vez en ello nos va nuestra propia estima como persona de valor.
Queremos caer bien a cuántas personas mejor porque así fortificamos nuestras defensas; si tenemos aliados, nos defenderán de los potenciales enemigos. Ése es un aspecto importante de la utilidad de la seducción. Y tomo ese término no tan sólo en el sentido amoroso de la pareja, sino en toda su extensión, la seducción como un lenguaje de aproximación amable hacia el otro para hacernos el mundo más habitable.
Sin embargo, en el plano adulto hay otro aspecto de la seducción, que es su misterio. El lenguaje de la seducción contiene aspectos de mutua confianza y otros aspectos que son claroscuros o sencillamente misteriosos. Y no se trata de hacerse el misterioso porque sí, sino que una parte de la persona queda en la penumbra, como si aguardara su misterio, sin llegar a saber muy bien qué es lo que puede ser. Parecería más bien una cierta cortesía en no querer mostrarse a la completa luz, como si lo más íntimo de uno mismo fuera indecible y, al mismo tiempo, los gestos o palabras dichas sugirieran que existe.
Es ese misterio el que atrae a la otra persona, ese guardar algo personal y valioso, tanto que ni se puede compartir. Y es valioso en tanto que la propia persona lo considera así, como si fuera su esencia.
La persona que en el lenguaje de la seducción conserva ese respeto por se esencia, tiende a respetar también la esencia de la otra persona hacia la cuál se dirige y es ahí donde se da el encanto de dos personas que se encuentran. Ese misterio de algo incompartible tiene el poder de acercar a las personas que sienten lo mismo. Alguien podría decir que cuando hay confianza se puede decir todo; esa mal denominada franqueza es precisamente el ácido que corroe cualquier relación personal.
Todos hemos experimentado alguna vez que alguien nos haya dicho: francamente, y detrás de esa palabra se ha lanzado la agresión con todas sus armas en ristre. La franqueza es una característica del lenguaje que, con la maduración del individuo, hay que ir relegando al cuarto trastero de lo inservible. Una cosa es la honestidad y otra cosa es la franqueza, tal vez sean incluso características opuestas. Esa insensible franqueza pretende, entre las personas, controlar cualquier estancia y cualquier rincón del pensamiento del otro; y ello es precisamente la antítesis de la seducción.
Nos seducen las personas que no se muestran del todo, no por desconfianza, sino por sensibilidad, por no invadir al otro, por dejarle espacio; y también por dejar espacio a la imaginación y a la libertad propia y de los demás.
A veces, por la calle, observo a alguna pareja en la que uno de los dos no para de hablar sin puntos ni comas y en la que el otro calla todo el tiempo. Mal asunto, pienso yo. En cambio, otras veces me cruzo con alguna persona, hombre o mujer, que, en su porte, tiene en cuenta esa consideración, por su modo de vestir, de caminar, de dirigirse a otras personas, como si se acercara con cuidado para no invadir el espacio que le rodea.
Y me seducen, algo hay en ellas de esa belleza quieta, como un no sé qué de gratitud para con la vida.
Tal vez sean personas que cuidan con esmero de su exterior porque saben del valor de su interior.
SALUDOS
MEL.
