Había una vez algún lugar que podría ser cualquier lugar y en un tiempo que podría ser cualquier tiempo, un hermoso jardín con manzanos, naranjos, perales y rosales, todos ellos felices y satisfechos.
Todo era alegría en el jardín, pero había un árbol rofundamente triste.
El pobre tenía un problema:
¡No sabía quién era!
Lo que te falta es concentración, le decía el manzano: "Si realmente lo intentas, podrás tener sabrosísimas manzanas, si me miras verás que fácil es" “No lo escuches", casi exigía el rosal. "Es más sencillo tener rosas y ¡tu ya ves lo bellas que son¡” Y así le iban diciendo todos. El árbol desesperado, intentaba lo que le sugerían, y como no lograba ser como los demás, se sentía cada vez más frustrado.
Un día llegó hasta el jardín un búho, que ya sabemos es la más sabia de las aves, el símbolo del pensamiento, y al ver la desesperación del árbol, exclamo:
"No te preocupes, tu problema no es tan grave, es el mismo de muchísimos seres sobre la Tierra. Yo te daré la solución...
No dediques tu vida a ser como los demás quieran que seas. Sé tú mismo, conócete... y para lograrlo, escucha tu voz interior”. Y dicho esto, el búho desapareció.
"¿Mi voz interior?... ¿Ser yo mismo?... ¿Conocerme?..Se preguntaba el árbol desesperado, cuando de pronto, comprendió.
Y cerrando los ojos y los oídos, abrió el corazón, y por fin pudo escuchar su voz interior diciéndole:
"Tú jamás darás manzanas porque no eres un manzano, ni florecerás cada primavera porque no eres un rosal. Ni darás naranjas, ni peras. Eres un roble, y tu destino es crecer grande y majestuoso. Dar cobijo a las aves, sombra a los viajeros, belleza al paisaje... Tienes una misión: ¡Cúmplela!"
Y el árbol se sintió fuerte y seguro de sí mismo y se dispuso a ser todo aquello para lo cual estaba destinado. Así, pronto llenó su espacio y fue admirado y respetado por todos.
Y sólo entonces el jardín fue completamente feliz.
Y tú… ¿Dejas crecer el roble que hay en ti?
En la vida, todos tenemos un destino que cumplir y un espacio que llenar. No permitamos que nada ni nadie nos impida conocer y compartir la maravillosa esencia de nuestro ser. La máxima belleza es oír nuestra voz interior, ser nosotros mismos, conocernos. Esto requiere de nuestra apertura a la fe en un Dios personal que nos crea, nos conoce y nos ama.