Cenábamos en un pequeño bar de la ciudad. Éramos seis personas que no nos conocíamos. Cenábamos cada uno en una mesa distinta. Ninguno sonreía. Uno leía el periódico mientras cenaba. Otro habló largo rato por teléfono, en voz baja. Cruzábamos de vez en cuando la mirada, pero no eran ojos de amigos. Comíamos muy cerca unos de otros, pero estábamos escalofriantemente lejanos ¡Por qué, Señor? Todos comimos rápidamente y nos fuimos marchando, dejando en el aire, casi por compromiso, con desgano, un "buenas noches". Nos fuimos perdiendo los seis en la oscuridad de la ciudad, cada uno en busca de su problema, de su esperanza, de su trabajo...
¿Por qué, Señor, tan cerca y tan lejos al mismo tiempo? ¡Porqué es tan difícil que los hombres nos encontremos y nos abracemos, si estamos en paz y no en la guerra? Habría bastado que a la puerta del bar hubiera estallado una bomba, para habernos sentido de repente, amigos y solidarios.
¿Por qué debe unir más el dolor que la esperanza? Si uno de los seis se hubiera puesto enfermo en aquel momento, allí, a nuestro lado, seguramente se hubieran juntado nuestras vidas: habríamos tocado el umbral de su intimidad. Pero ninguno necesitaba del otro: todos comimos y pagamos... ninguno supo quién era su vecino.
¿Por qué, Señor, es fácil hacerse amigos en las trincheras de la guerra o en las salas de hospital, y es difícil cuando corre la paz por nuestras calles, cuando podemos gozar del sol y tomar sin prisa cualquier cosa en cualquier bar?
Señor, permítenos que por lo de ser hombres. Que no esperemos para ello a que estalle la guerra o nos atenace el dolor. Que la amistad no sea sólo un fruto de invierno.
José Arias Ynche
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Chicas, me pareció muy bueno para reflexionar, porque está lleno de razón este artículo