En una ocasión, un monje que predicaba la paz interior y el no perturbarse por ningún acontecimiento externo que pasara en la vida, fue invitado a una comida campestre por unos amigos que estaban cansados de escuchar siempre el mismo sermón. Ellos le prepararon una trampa para ridiculizarlo y darle una gran lección.
De camino hacia el sitio donde se preparaba un suculento banquete en su honor, le dijeron que donde se veía el humo era el lugar de la reunión, pero que ellos se acababan de acordar que habían dejado el hielo y las bebidas en el coche. Le sugirieron que siguiera solo y que ellos lo alcanzarían más tarde. Estas personas habían conseguido tres perros adiestrados para atacar y los habían dejado amarrados por mucho tiempo. Cuando vieron que el monje estaba solo, le dieron la orden al vigilante de que los soltara. Rápidamente, los perros furiosos salieron arrojando espuma por sus bocas, con los ojos chispeantes de ira y a gran velocidad, hacia donde estaba el monje. Él, al verlos, aspiró profundamente aire por su nariz, los miró fijamente a los ojos e inmediatamente empezó a correr a gran velocidad hacia ellos. Los perros al ver que el monje venía corriendo, frenaron en seco y huyeron asustados.
La explicación era simple. Los perros habían sido adiestrados para atacar y perseguir, más no para que los persiguieran y la única persona que los había perseguido era el adiestrador, cuando los golpeaba y castigaba, pero eso no lo sabía nadie.
Los organizadores del plan, totalmente asombrados, se acercaron hipócritamente y le preguntaron al monje cómo había logrado que los perros se retiraran. Plácidamente, él les respondió: “Mis queridos discípulos, cuando tengan miedo, mírenlo fijamente, corran con todas sus fuerzas hacia él y el fantasma del miedo inmediatamente desaparecerá”
De camino hacia el sitio donde se preparaba un suculento banquete en su honor, le dijeron que donde se veía el humo era el lugar de la reunión, pero que ellos se acababan de acordar que habían dejado el hielo y las bebidas en el coche. Le sugirieron que siguiera solo y que ellos lo alcanzarían más tarde. Estas personas habían conseguido tres perros adiestrados para atacar y los habían dejado amarrados por mucho tiempo. Cuando vieron que el monje estaba solo, le dieron la orden al vigilante de que los soltara. Rápidamente, los perros furiosos salieron arrojando espuma por sus bocas, con los ojos chispeantes de ira y a gran velocidad, hacia donde estaba el monje. Él, al verlos, aspiró profundamente aire por su nariz, los miró fijamente a los ojos e inmediatamente empezó a correr a gran velocidad hacia ellos. Los perros al ver que el monje venía corriendo, frenaron en seco y huyeron asustados.
La explicación era simple. Los perros habían sido adiestrados para atacar y perseguir, más no para que los persiguieran y la única persona que los había perseguido era el adiestrador, cuando los golpeaba y castigaba, pero eso no lo sabía nadie.
Los organizadores del plan, totalmente asombrados, se acercaron hipócritamente y le preguntaron al monje cómo había logrado que los perros se retiraran. Plácidamente, él les respondió: “Mis queridos discípulos, cuando tengan miedo, mírenlo fijamente, corran con todas sus fuerzas hacia él y el fantasma del miedo inmediatamente desaparecerá”