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Una Navidad diferente(PARTE 6)

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1Una Navidad diferente(PARTE 6)  Empty Una Navidad diferente(PARTE 6) Dom 19 Dic 2010, 21:13

CRISALIDA

CRISALIDA
COLABORADOR ESPECIAL.
COLABORADOR ESPECIAL.

BUENO POR HOY SERA EL ULTIMO CAPITULO, SIGO MAÑANA BUENAS NOCHES!!! Una Navidad diferente(PARTE 6)  10027

John Grisham - Una Navidad diferente(PARTE 6)

La mesa redonda de Nora de última hora de la mañana en el hogar para mujeres maltratadas acabó de mala manera cuando Claudia, una amiga ocasional en el mejor de los casos, preguntó de repente como el que no quiere la cosa:
—O sea que este año no vas a organizar la fiesta de Nochebuena, ¿verdad, Nora?
De las ocho mujeres presentes, incluida la propia Nora, exactamente cinco de ellas habían sido invitadas a sus fiestas de Navidad en el pasado y tres no, y justo en aquel momento aquellas tres estaban buscando un hueco para colarse, al igual que Claudia.
«Pequeña bruja del demonio», pensó Nora, pero consiguió contestar rápidamente:
—Me temo que no. Este año nos la vamos a saltar.
A lo cual hubiera deseado añadir: «Y, si alguna vez celebramos otra fiesta, Claudia querida, no contengas el aliento esperando que te invite.«
—Tengo entendido que vais a hacer un crucero –dijo Jayne-, una de las tres excluidas, tratando de reconducir el curso de la conversación.
—La verdad es que nos vamos el mismo día de Navidad.
—¿O sea que os vais a saltar totalmente la Navidad? –preguntó Beth, otra amistad casual a la que invitaban cada año sólo porque la empresa de su marido mantenía relaciones comerciales con Wiley & Beck.
—Toda –contestó Nora en tono agresivo, notándose un nudo en el estómago.
—Una buena manera de ahorrar dinero –comentó Lila, la bruja más grande de todo el grupo. El acento en la palabra «dinero» quizá pretendía insinuar que en casa de los Krank la situación económica era un poco apurada. Nora notó que le ardían las mejillas. El marido de Lila era pediatra, la categoría de médico peor pagada, pero médico a pesar de todo. Luther sabía de buena tinta que estaban muy endeudados: casa impresionante, coche impresionante, club de campo. Tenían elevados ingresos, pero gastaban mucho más.
Por cierto, ¿dónde estaba Luther en aquellos terribles momentos? ¿Por qué tenía ella que aguantar todo el peso de su descabellado proyecto? ¿Por qué se encontraba ella en el frente mientras él permanecía cómodamente sentado en su tranquilo despacho, tratando con gente que, o bien trabajaba para él, o bien le tenía miedo?
Wiley & Beck era un club de viejos amigos, un grupito de tacaños y pelmazos contables que probablemente estaban brindando por Luther por su valentía al haberse atrevido a esquivar la Navidad y ahorrarse unos cuantos dólares. Si su desafío pudiera arraigar en algún lugar, no cabía duda de que éste sería en la profesión de los contables.
Y, en cambio, a ella le estaban volviendo a dar una paliza mientras Luther se encontraba a salvo en el trabajo, interpretando probablemente el papel de héroe.
Las mujeres eran las que se encargaban de organizar la Navidad, no los hombres.
Ellas compraban, adornaban y cocinaban, planificaban las fiestas, enviaban tarjetas y se preocupaban por cosas en las que los hombres ni siquiera pensaban.
¿Exactamente por qué razón tenía Luther tanto empeño en esquivar la Navidad si apenas hacía el menor esfuerzo por conseguirlo?
Nora estaba furiosa, pero se contuvo. Hubiera sido absurdo montar un pollo enteramente femenino en el hogar para mujeres maltratadas.
Alguien comentó la posibilidad de levantar la sesión y Nora fue la primera en abandonar la estancia. Su furia fue en aumento mientras regresaba a casa en su automóvil, pues estaba pensando cosas muy desagradables acerca de Lila y su comentario sobre el dinero. Y cosas todavía peores acerca de su marido y su egoísmo. Estaba a punto de sucumbir a la tentación de derrumbarse, entregarse a una orgía de compras y llenar la casa de adornos para que él se los encontrara al regresar a casa. Era capaz de adornar un árbol en un par de horas. Aún no era demasiado tarde para organizar la fiesta. Frohmeyer estaría encantado de echarle una mano en la colocación de Frosty. Descontando los regalos y demás, aún les quedaría dinero suficiente para el crucero.
Al girar en Hemlock, lo primero que vio fue, naturalmente, que sólo una casa carecía de muñeco de nieve en el tejado. Gracias a Luther, se tendrían que pasar tres semanas aguantando aquel oprobio.
Su preciosa casa de ladrillo de dos pisos allí sola, como si los Krank fueran hindúes o budistas o pertenecieran a alguno de esos grupos que no creen en la Navidad. De pie en el salón, miró a través de la ventana de la fachada y, por primera vez, se percató de lo fría y desangelada que resultaba la casa sin los adornos. Se mordió el labio y tomó el teléfono, pero Luther había salido a tomarse un bocadillo. En el montón de correspondencia que había sacado del buzón, entre dos sobres de felicitaciones navideñas, vio algo que la dejó petrificada. Un sobre de correspondencia aérea desde el Perú.
Con unas palabras en español escritas con letras de imprenta en la parte anterior.
Nora se sentó y lo abrió. Eran dos páginas escritas con la preciosa caligrafía de Blair, y las palabras tenían un valor incalculable. Se lo estaba pasando muy bien en la selva del Perú. Le encantaba vivir con una tribu india cuyos orígenes se remontaban a varios miles de años atrás. Eran muy pobres en comparación con nuestros criterios, pero estaban sanos y eran felices. Había tardado aproximadamente una semana en olvidarse de todas las cosas de las que ellos carecían. Al principio, los niños se mostraban muy distantes, pero ahora ya se le acercaban y estaban deseosos de aprender. Blair dedicaba unos párrafos a los niños.
Se alojaba en una cabaña de hierba con Stacy, su nueva amiga de Utah. Los otros dos voluntarios del Cuerpo de Paz vivían a dos pasos de allí. Cuatro años atrás habían levantado una pequeña escuela. En cualquier caso, ella gozaba de buena salud y comía bien, no se había producido ninguna temible enfermedad ni se habían avistado animales peligrosos y el trabajo era muy estimulante. El último párrafo era la inyección de fortaleza que Nora necesitaba urgentemente.
Decía lo siguiente:
Sé que os va a ser difícil no tenerme en casa por Navidad, pero, por favor, no estéis tristes. Mis niños de aquí no saben nada de la Navidad y la verdad es que a mí me apetece mucho saltármela y disfrutar, en cambio, de su compañía. Tienen tan pocas cosas y aspiran a tan poco que me siento culpable del estúpido materialismo de nuestra cultura. Aquí no hay calendarios ni relojes, por lo que dudo mucho de que sepa cuándo viene y cuándo se va. (Además, ya lo compensaremos el año que viene, ¿no os parece?)
Qué chica tan inteligente. Nora volvió a leer la carta y, de repente, se llenó de orgullo, no sólo por haber educado a una hija tan madura y juiciosa sino también por haber tomado la decisión de prescindir, por lo menos aquel año, del estúpido materialismo de nuestra cultura.
Volvió a llamar a Luther y le leyó la carta.
¡El viernes por la noche en el centro comercial! No era el lugar preferido de Luther, pero éste había comprendido que Nora necesitaba salir una noche.
Cenaron en un falso pub de un extremo de la galería y después se abrieron camino entre las masas para llegar al otro extremo, donde en un multicine se estrenaba una comedia romántica protagonizada por toda una serie de astros de la pantalla. Ocho dólares la entrada a cambio de lo que Luther sabía que iban a ser otro par de aburridas horas de aguantar a unos payasos superpagados que se pasarían el rato riéndose a lo largo de un argumento para semianalfabetos. Pero a Nora le gustaba mucho ir al cine y él le siguió la corriente para mantener la fiesta en paz. A pesar de la gente que abarrotaba el centro comercial, el cine estaba desierto, lo cual llenó de alegría a Luther al darse cuenta de que todos los demás estaban allí fuera comprando. Se repantigó en la butaca con las palomitas de maíz y se quedó dormido. Se despertó con un codazo en las costillas.
—Estás roncando –le dijo Nora en voz baja. —¿Y qué más da? Aquí no hay nadie. —Cállate, Luther.
Miró un poco la película, pero, al cabo de cinco minutos, se hartó.
—Vuelvo ahora mismo –murmuró, retirándose.
Prefería luchar a brazo partido entre la gente y dejar que lo pisaran con tal de no ver aquella idiotez. Utilizó la escalera mecánica para subir al piso superior y, una vez allí, se apoyó en la barandilla para contemplar el caos de abajo.
Un Papá Noel permanecía sentado en su trono mientras una larga cola se iba acercando lentamente a él.
Allá en la pista de patinaje sobre hielo unos chirriantes altavoces dejaban escapar una melodía a todo volumen mientras cien niños disfrazados de duende patinaban alrededor de una criatura de peluche que, al parecer, era un reno. Todos los padres miraban a través del objetivo de una cámara de vídeo. Los fatigados compradores avanzaban con paso cansino, acarreando bolsas, chocando los unos con los otros y discutiendo con sus hijos.
Luther jamás en su vida se había sentido más orgulloso.
Al otro lado vio un nuevo establecimiento de artículos deportivos. Se acercó, observando a través del escaparate que dentro había mucha gente, pero no suficientes cajeras. Pero él sólo quería echar un vistazo. Encontró los equipos de buceo en la parte de atrás. El surtido no era muy amplio, pero estaban en diciembre. Los trajes de baño eran de tipo velocista, tremendamente estrechos de cintura y diseñados exclusivamente para nadadores olímpicos de menos de veinte años. Más que una prenda, eran una bolsa. Temía tocarlos. Pediría un catálogo y compraría desde la seguridad de su casa.
Al salir, observó una discusión junto a una caja, algo acerca de la pérdida de un bono de ahorro. Qué tontos. Se compró un yogur desnatado y se pasó el rato paseando por el piso de arriba con una sonrisa de satisfacción en los labios mientras los pobres desgraciados se iban gastando el cheque de la paga. Se detuvo ante un póster de tamaño natural de una preciosidad en tanga, con la piel mpecablemente bronceada. Lo invitaba a entrar en un pequeño salón llamado Siempre Morenos. Miró a su alrededor como si fuera un ‘sex–shop’ y entró precipitadamente en el local donde Daisy esperaba detrás de una revista. Su bronceado rostro trató de sonreír y pareció agrietarse en la frente y alrededor de los ojos.
Se había blanqueado los dientes, aclarado el cabello y oscurecido la piel; por un instante Luther se preguntó cómo debía de ser antes de someterse al cambio.
Como era de esperar, Daisy le dijo que era la mejor época del año para adquirir un abono. Su oferta especial de Navidad consistía en dieciocho sesiones por noventa dólares. Al principio, sólo una sesión diaria de quince minutos, hasta llegar progresivamente a un máximo de treinta. Cuando se terminara el abono, Luther estaría espléndidamente bronceado y preparado con toda seguridad para cualquier cosa que el sol caribeño le pudiera echar encima. La siguió unos cuantos pasos hasta una hilera de pequeñas cabinas con una camilla de bronceado en cada una de ellas y apenas nada más. Ahora utilizaban el último grito en Esterillas Bronceadoras FX–2000 recibidas directamente desde Suecia, como si los suecos fueran unos expertos en el arte del bronceado. A primera vista, la esterilla bronceadora horrorizó a Luther. Daisy le explicó que se tendría que desnudar, sí, totalmente, añadió ronroneando, y deslizarse al interior del aparato, colocándose encima la parte superior, que a Luther le recordaba un molde de gofres. Te asas durante veinte minutos, suena un reloj automático, te levantas y te vistes. No es nada.
—¿Cuánto suda uno? –preguntó Luther, tratando de asimilar su propia imagen en cueros vivos mientras ochenta lámparas le asaban todas las partes del cuerpo. Ella le explicó que las cosas se calentaban. Una vez listo, se limpiaba la esterilla bronceadora con un aerosol y unas toallas de papel y las cosas ya estaban a punto para un nuevo cliente. ¿Cáncer de piel?, preguntó. Ella soltó una hipócrita carcajada. De eso ni hablar. Puede que ocurriera con las antiguas unidades, antes de que se perfeccionara la tecnología para eliminar los rayos ultravioleta y demás. En realidad, las nuevas esterillas eran más seguras que el sol. Ella llevaba once años bronceándose. «Por eso tienes la piel como cuero quemado», pensó Luther.
Consiguió que le vendieran dos abonos por ciento veinte dólares.
Abandonó el salón con la firme determinación de ponerse moreno, por muy incómodo que le pudiera resultar. Y se rió al imaginarse a Nora desnudándose detrás de unas paredes más delgadas que un papel y deslizándose al interior de la esterilla bronceadora

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